Después de los doce años de Balaguer la vida dominicana era políticamente cómoda para los intereses del poder real.
Cada clase social se ocupaba en lograr o mejorar su realización al margen de las decisiones del Estado. El país estaba en manos de unas cuantas familias y una elite política subordinada a su poder. El modelo económico, basado en incentivos y protección a la inversión local, reflejaba el predominio decisorio de ese núcleo social. Las crisis eran dirimidas por acuerdos de aposento con el arbitraje de unos “notables”, quienes, además de tener intereses claros en esos conflictos, suprimieron por décadas las soluciones institucionales para privilegiar sus influencias.
Por suerte, la salida de la escena (por caducidad o agotamiento) de esos actores ha permitido la emergencia de nuevas visiones. El país quiere que sus instituciones funcionen sin bastoneros.
La sociedad ha cambiado. La sumisión de la clase política a la oligarquía tradicional se quebró, provocando que los políticos se hicieran empresarios y los empresarios políticos. Los núcleos corporativos y clericales perdieron parte del control de las agendas públicas plegándose a un Estado confundido con el partido oficial. Los acuerdos de aposento, que antes suplantaban la institucionalidad formal, fueron sustituidos a su vez por la decisión de los órganos del partido oficial. Pero igualmente han operado cambios de paradigmas en la sociedad no partidaria, como es la redefinición misma de la llamada sociedad civil, un viejo concepto rebasado por el de ciudadanía responsable.
Cuando se habla de sociedad civil en la República Dominicana asoman nombres emblemáticos de las pocas organizaciones que han dominado piramidalmente el diálogo público con base en la misma concentración vertical que se da en la sociedad partidaria. Parte de esas organizaciones han perdido sintonía y legitimidad con las demandas sociales, y algunas, como jueces y partes en las agendas que promueven, han revelado sus verdaderas intenciones sectoriales. El fenómeno que se está dando hoy es que la participación ciudadana emerge de abajo hacia arriba como respuesta a las necesidades de sus propios espacios. Vivimos una intensa horizontalidad de la acción colectiva. Quien está ajeno a esa realidad vive en el pasado y de espalda a los procesos sociales emergentes. Una muestra de esa transformación es la forma cómo la movilidad de las comunidades de base se articula y organiza espontáneamente con liderazgos locales que promueven la inserción de la gente en la solución de sus propios problemas. Sin ciudadanos responsables, la política es un ejercicio de poder y no de participación.
Empezamos a vivir otros tiempos; las señales son claras. La sociedad, además de harta está dispuesta a tomar el control de su destino sin que ninguna fuerza ajena a su determinación pueda condicionarla. El camino es sanear y fortalecer las instituciones y decirle adiós a los “notables” para siempre.
(edición núm. 368, octubre 2017)