Haití no es nación, es un conglomerado de gente malviviente. Su principal negocio y regla de vida es el caos, condición que justifica la caridad y la tutela internacional.
Haití es un problema insoluble y esa verdad se hace cada día más cruda, por eso su suerte se evaporó de las agendas globales. El mundo le ha dado la espalda; nadie quiere cargar con dos millones quinientos mil personas en pobreza extrema. Dos de cada tres haitianos viven con menos de dos dólares por día en una nación que importa algo más del 50 % de lo que consume. Haití es una tragedia desgarradora y silente: cada año se pierden entre 15 y 20 millones de árboles en un suelo que apenas alberga un 2 % de bosque y donde más del 50 % de su población no tiene acceso al agua potable. En Haití la esperanza de vida es de ¡63 años!, con un 5 % de su población afectada de VIH. La mortalidad infantil es de un 69 %; la tasa de analfabetismo es de 36 % en los hombres y 43 % en las mujeres; los pobres alcanzan el 58 %. Ese cuadro no ha mejorado; al contrario, se agudiza y eso desalienta a las naciones del hemisferio que cada vez disimulan menos su desidia por la nación caribeña.
La esperanza de Haití por un salvamento humanitario se diluye en promesas, aún más por una construcción institucional consistente. Las potencias occidentales están concentradas en sus propias urgencias y algunas bajo el imperio ideológico de gobiernos derechistas que promueven leyes migratorias cada vez más severas. El nivel de inconsciencia de este lado es más pavoroso que la propia tragedia haitiana. Parece mentira que siendo Haití nuestro segundo principal comprador —con algo más de mil millones de dólares de exportaciones formales cada año— las relaciones comerciales rueden todavía sobre la improvisación, la clandestinidad y la informalidad. Considerar esa cifra es suficiente para tener una idea de lo que representa ese comercio en todo su volumen. El monto final —que nadie conoce— le pone precio de oro a la frontera, una línea que no marca distancia entre los negocios de las mafias de las dos naciones. En ese comercio se trafica de todo: bebidas, droga, personas, armas y prófugos. Ningún gobierno tiene interés en poner el orden. La estructura de intereses que se alimenta de ese libre flujo es tan poderosa como las razones para desentenderse. La corrupción es la marca de un trasiego mercante sin controles dominado por carteles.
Del lado dominicano se ha perdido racionalidad: la lucha no es en contra de los haitianos que huyen de su tragedia, sino de la dejadez e irresponsabilidad de los políticos, empresarios y gobiernos de los dos Estados que han promovido y tolerado, por acción u omisión, esa migración ilegal. La política migratoria complaciente de la República Dominicana le ha hecho perder el respeto ante la comunidad internacional. El país está subordinado a sus imposiciones.
Más que nunca el país necesita serenidad para obrar con inteligencia. Crear un ambiente levantisco y de ociosa tensión racial daría excusa para una intromisión no deseada de poderes extranjeros. Lamentablemente, la República Dominicana tendrá que convivir con esa migraña porque, quiérase o no, el destino de Haití está invariablemente ligado al nuestro. La República Dominicana es la nación llamada a llevar la cruzada internacional a favor de Haití. El desarrollo de Haití nos conviene a nosotros.
(edición núm. 371, febrero 2018)