Un agrupamiento de gente puebla una isla partida en dos; los del oriente se llaman dominicanos, otro conglomerado con vocación quimérica de nación.
Trozo insular tricolor, y no por los matices de su bandera, sino por las tres sociedades que coexisten en su interior. Los de arriba, los del medio y el gran sedimento social: tres realidades tan superpuestas como desconectadas entre sí. Clubes de polo, yates, marinas y villas de descanso compiten con el polvo, el hambre y la promiscuidad. Solo se comparte el sol, el cielo y quizás el nombre: dominicanos.
Una nacionalidad ahogada en el bravío canal de la Mona o perdida en las noches de neón y bohemia europeas.
Quiero ser dominicano para entender cómo la penuria tiene sonrisa; la mediocridad, talento; el robo, mérito; y la injusticia, paciencia.
Un minuto de dominicanidad para llamar honorables a los políticos, héroes a los tiranos y arte al ruido. Dominicano, para sobrevivir con milagros cotidianos, para festejar la estafa de las urnas, los desatinos del poder y la impunidad del delito público.
Si lo fuera, descubriría las mil aristas de la trampa, el miedo a la verdad; la dignidad del servilismo y el indigesto sabor de la lisonja.
Dominicano, para no sentir la vergüenza de serlo…
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