Las reformas fiscales atacan por temporada. Los factores que generan estos fenómenos perfilan un patrón consistente: déficits en las cuentas públicas por desbordamientos de los gastos o reducción de los ingresos fiscales, o ambas cosas a la vez.
Está pendiente un pacto fiscal a través del cual se establezcan y ejecuten objetivos críticos de la Estrategia Nacional de Desarrollo, dentro de los cuales se destaca una reforma integral que, basada en la progresividad y la transparencia, garantice la calidad del gasto público.
Esta reforma integral ha sido hasta ahora una declaración poética. Al final, termina el Congreso aprobando una reforma tributaria impulsada por las urgencias presupuestarias. La ciudadanía debe exigir un pacto fiscal racional, paritario y sostenible, en el que el Estado aumente sus ingresos pero quede atado a obligaciones concretas con la gestión del gasto público, dándole prioridad a la dimensión social del desarrollo humano, tal como lo demanda la Estrategia Nacional de Desarrollo.
Hay que limitar y controlar la discrecionalidad y responsabilidad fiscales. Vamos a la mesa sin prisa y con reglas claras a negociar un pacto fiscal participativo, inclusivo y dilatado, donde el Gobierno y la población queden razonablemente equilibrados. El Estado precisa cubrir déficits acumulados y solventar financieramente proyectos institucionales y de desarrollo, pero al contribuyente le asiste el derecho de que lo que paga en impuestos se le retribuya en servicios eficientes. Es una ruta de doble vía: de derechos y obligaciones recíprocas. No son aconsejables reformas transitorias. Aquí lo provisional siempre es definitivo: o un pacto, ¡o nada! Este es el momento.
[ed. núm. 353, junio 2016]