Cuando el conteo regresivo para terminar un mandato inicia su marcha, se va abriendo un vacío existencial en la conciencia de los gobernantes que los confronta con su realidad.
La reacción natural es una inevitable resistencia a admitir el fin; en algunos, con sabor a soledad y muerte, como fue el caso de Antonio Guzmán Fernández; en otros, con delirios desbordados, como Hipólito Mejía Domínguez, quien perdió toda perspectiva de la realidad; en muchos, con hondas depresiones, como las oscuras vivencias de Salvador Jorge Blanco; y en muy pocos, con la convicción obsesiva de que volverán por un implacable designio providencial, como el inmortal Joaquín Balaguer.
Cual que sea la actitud sicológica de los gobernantes para encarar el vencimiento de su mandato, se trata de un hecho relevante que tiene su impacto en la vida de los gobernados.
Leonel Fernandez, templado, frío y cavilador, asimila con disimulo el trauma de su fin. Sabe que es otra pausa en una carrera laureada de éxitos irrebatibles. Sin embargo, esta confianza y serenidad, que en otro contexto debiera ser la actitud más plausible, debe transmitir preocupantes señales de alerta social.
Despedir una posición con una actitud más fría que su proverbial proceder supone cierto cálculo para urdir las condiciones de un regreso que está a la corta distancia de cuatro años, en un hombre todavía políticamente joven.
Es suspicazmente sintomático que desde el anuncio de su no postulación se ha acelerado el deterioro de una crisis que meses antes se proclamaba como superada. Las exigencias más onerosas del Fondo Monetario Internacional (FMI) fueron aplazadas para este momento y la estabilidad macroeconómica, mayor credencial de su gestión, empieza a sufrir reveses. Todo en un tiempo record. Se repite así, como un deja vu, el cuadro del año 2000 con los mismos actores, Danilo Medina e Hipólito Mejía; la misma trama ¿e igual desenlace?… ya veremos.
Leonel Fernández, con las habilidades de un caudillo consumado, organiza su propia despedida sin lágrimas ni desvelos, convencido de que tomará unas vacaciones en lo que ha demostrado ser su afición adictiva: los viajes y los reconocimientos. Su plan saldrá perfecto, sin molestias judiciales ni contratiempos, porque para Hipólito Mejía los presidentes no se tocan y para Danilo Medina la corrupción es cultural. Tendrá ante sí un horizonte amplio surtido de opciones. Así, podrá elegir entre ocupar una presidencia de un foro regional o continental (ante la descalificación de Washington de Juan Ignacio Lula da Silva, por su antiamericanismo, y de Alvaro Uribe por su ultraderechismo en un continente pintado de populismo) o dar conferencias y apuntalar internacionalmente una fundación con un caudal financiero rebosante gracias a donantes tan “ignotos” como “generosos”.
No nos gusta una despedida con sabor a festín. Provoca a los millonarios de la burocracia al latrocinio; relaja la escasa prudencia; incita al dispendio febril y nubla el ambiente con un aire licencioso que provoca alucinaciones en los débiles de moral en una administración patológicamente dispendiosa.
Es duro admitirlo, pero es más honorable el suicidio “responsable” de un presidente que asumió su mandato con sentido de lealtad a sus principios, como don Antonio Guzmán, que una guacherna de despedida “oficial” con pocos invitados pagada con los sacrificios de todo un pueblo.
Este macabro juego de ambiciones está despertando a la nación de su inconciencia. Su suerte no puede quedar atada a los designios de pocos ni negociada por ruines apetencias personales. Parece inverosímil que volvamos al inicio del ciclo que creíamos cerrado. La pregunta obligada es: ¿volveremos a repetir la historia que nos condena? La respuesta está en nuestras manos; basta ver que en la boleta multicolor de las elecciones hay otras caras, ¿por qué no dar el salto?…
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