Aminorar la impunidad en materia de corrupción pública ha sido una demanda social tan añeja como desatendida.
La corrupción ha sido estudiada, medida y diagnosticada. Las propuestas abundan; los esfuerzos escasean. La poca atención que ha recibido este vicio social ha sido: a) reactiva: como respuesta remedial a algunos escándalos; b) casuística: es decir, basada selectivamente en casos expiatorios; c) periférica: en tanto no constituye una política central del Estado; d) cosmética: usada para dar golpes de efecto político; e) retórica: porque se diluye en las promesas; f) demagógica: usada para inspirar un compromiso inexistente; y g) retorcida: porque las estructuras para combatirla se usan para filtrarla.
Todavía la República Dominicana aparece en el cuadro de naciones donde la corrupción pública tiene las tasas más altas de percepción, y no es para menos: la impunidad ha sido desde siempre el criterio de actuación (¿u omisión?) de la autoridad pública.
Uno de los condicionamientos más severos que ha tenido el Ministerio Público para poder merecer mejores calificaciones en este desempeño ha sido su dependencia política del Poder Ejecutivo. No es secreto para nadie que, a pesar de las reformas de independencia, el Ministerio Público sigue siendo un despacho político. Esa subordinación en la gestión anticorrupción ha sido disimulada a través de entidades eufemísticas como la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA). Este departamento tiene limitaciones sensibles de diseño: debe obediencia jerárquica al procurador general y no tiene autonomía presupuestaria. Tales ataduras constituyen rémoras a su libertad jurisdiccional y diluyen cualquier iniciativa de mayor alcance.
Ninguna propuesta institucional, estratégica, política y normativa tendrá impacto si el órgano encargado de investigar y perseguir la corrupción sigue sujeto a un poder público; por eso se impone que esa atribución sea confiada a una agencia especializada con absoluta independencia operativa, administrativa y presupuestaria.
Desde hace ya varios años hemos estado proponiendo la creación y operación de la Procuraduría General Anticorrupción que tenga a su cargo la investigación y persecución de los crímenes y delitos vinculados a la gestión pública o contra los bienes de la hacienda pública, con plena jurisdicción nacional. Su titular deberá llegar por oposición y su designación resultará de una elección transparente y pública dirigida por un órgano colegiado multisectorial que actuará como consejo superior permanente de ese despacho. Esta procuraduría manejará sus propios recursos, los cuales podrán, en parte, provenir de los decomisos de bienes a los condenados por los delitos objeto de su investigación, fuente que podrá ser reforzada con la aprobación de la ley sobre extinción de dominio. Esta agencia podrá tener fiscales adscritos a la Cámara de Cuentas para que la instrucción de los casos derive de las propias operaciones fiscalizadoras de esa dependencia del Estado.
Insistimos, nada meritorio se podrá lograr si, como dice el proverbio, la Iglesia sigue en manos de Lutero.
Gaceta Judicial núm. 355, agosto 2016