Más que una mención honorable del pasado, el Duarte de hoy se parece a un software de varios usos y aplicaciones: para darle imagen a una moneda devaluada, para planificar un feriado de compras o de playa, para inflar presupuestos publicitarios del Gobierno o para rematar demagógicamente un largo discurso.
Su vida fue la negación de nuestro modelo de éxito: un idealista sin “cuartos”, ni estirpe, ni ambiciones. Hoy, su discurso libertario fuese tachado de populista, su propuesta desdeñada por la opinión mercenaria y su sacrificio denigrado como el ocaso de una vida desadaptada.
Duarte no interpreta ni referencia esta cultura de las apariencias plásticas, en la que su sueño de nación quedó sofocado por las frivolidades de la modernidad; de adicciones consumistas, enajenaciones hedonistas y temerosas sumisiones. Una sociedad tricolor, y no por los tonos de su bandera, sino por los submundos enredados en sus vísceras: los de arriba, los del medio y el gran sedimento; existencias tan superpuestas como desconectadas, cada una con su propia visión de futuro. Una nación fragmentada y condenada por el fracaso de los que la dominan a una masa apretujada que todavía busca la luz de su independencia detrás de las hendijas del miedo.
Duarte solo es necesario para darle un asueto más al mes de enero. Total, hemos vivido como nación a nuestra manera, sin ataduras a nostalgias del pasado, sin referentes meritorios y sin valor propio para construir una nueva historia.
(edición núm. 359, diciembre 2016-enero 2017)