Con un ausentismo casi absoluto de propuestas concretas, la lucha electoral cierra su primer ciclo del año que termina con un nuevo juego de casino: quién tiene más o menos extraditables en sus movimientos de apoyo.
En la medida en que se arrecia en tono y en mediciones la campaña, las imputaciones serán más graves o menos respetables. Mientras a Hipólito Mejía le enrostran las vallas publicitarias de un presunto narcotraficante, aquel se defiende presentando un giro bancario a favor del candidato oficial en las elecciones del 2004. Esto confirma una verdad con vocación de dogma en nuestra cultura política: no hay diferencias en las “opciones” tradicionales.
En el trasfondo, la diferenciación seguirá siendo el valor más escaso. Los partidos, reducidos a empresas electorales, reflejan así su honda crisis de identidad procurando marcar entre ellos una distancia que el electorado cada vez percibe menos. Esta será, como siempre, una elección entre emblemas, estilos, recursos e intereses; elementos que constituyen la única referencia de distinción atendible.
No vamos a sumarnos a los empalidecidos convencionalismos de la prensa, que como arbolito de nieve en Navidad pide, en tiempos electorales, propuestas de gobierno o programas, conciente de la inutilidad de tales reclamos. No perdemos tiempo en una quimérica demanda tradicionalmente desatendida. El debate no será de propuestas porque no las hay; ni de ideas porque escasean; ni de programas porque ese no es el interés. El debate estará a la altura de lo que hoy son los partidos, ni más ni menos. No esperemos cosecha donde no hay siembra.
La campaña electoral será la que siempre ha sido: un festín carnavalesco surtido, como el Caribe, de matices. Ron, bachata, sudor de barrio, dinero en calle, compra de lealtades, mercado de puestos y suciedad ambiental. Incluir en esa piñata el tema del narcotráfico devela visceralmente el nivel de degradación que afecta a las franquicias partidarias.
La manipulación del narcotráfico en los bajos debates de la politiquería es una necia asquerosidad. Quienes lo insuman como arma de descalificación o acreditación electoral son más peligrosos que los mismos capos. El narcotráfico no distingue banderías, sobre todo en un ambiente político moralmente insolvente. Más que jugar a quién tiene menos narcotraficantes para merecer el favor electoral, los candidatos deberían decir qué harán con la industria de la sangre que nos conduce al caos que hoy viven muchos países latinoamericanos. No sigan con ese juego. Esta sociedad no merece eso.
Si a soñar vamos, pediríamos un plan concertado entre todos los partidos para sanear la política del lavado de dinero producto del narcotráfico o que la Junta Central Electoral, por lo menos, cumpla su función legal en este ámbito; pero sabemos que eso es aspiración ilusoria. Por lo menos les pedimos que dejen el narcojueguito; esa forma de hacer campaña es depredadora de valores. Dejen eso.
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