La República Dominicana está envuelta en una dinámica de cambios en su ordenamiento legal.
Después de siglos de inmutabilidad normativa, muchas esferas de la vida pública son objeto de relevantes proyectos de reformas. El estreno de una nueva Constitución ha catalizado aún más este proceso.
Es imperioso que nuestras leyes se adecuen a la dialéctica que pautan los tiempos. Sin embargo, debemos ser cautos. La idea no es cambiar, sino mejorar. Existen muchos riesgos en la tarea de legislar. Y uno de ellos es afectar valores y usos que se han incorporado a nuestra cultura e identidad. Reconocerlos requiere discernimiento, serenidad y capacidad. Por eso, cuando se habla de modificar leyes codificadas, con edades centenarias, el ejercicio asume dimensiones inusitadas.
Un caso que debe convocar la atención de la nación es el anteproyecto de reforma al Código Procesal Civil. A pesar de que esta reforma no concita tanto interés como la procesal penal, por tutelar intereses privados, un trabajo defectuoso, desenfocado o desnaturalizado comportaría sensibles repercusiones en el ámbito del patrimonio, la inversión, la familia y la propia seguridad jurídica.
La República Dominicana ha asimilado armoniosamente la codificación francesa, con sus reformas, en esta materia. Ciertamente existen críticos aspectos que reclaman los cambios razonables para descargar al procedimiento civil del ritualismo, la lentitud y la burocracia. Sin embargo, su aplicación cotidiana en nuestros tribunales ha ido construyendo un valioso acervo jurisprudencial que le ha dado fisonomía autóctona a un Derecho originalmente importado. Esto ha costado años de esfuerzos creativos y visionarios. Ignorar o subestimar esa realidad sería perder todo sentido de perspectiva en cualquier emprendimiento reformador.
Hoy, cualquier anuncio de reforma a un código enfrenta a la comunidad jurídica por la elección de los modelos o sistemas. El Código Procesal Civil no se ha sustraído a ese debate. La disyuntiva compromete, en este sentido, a un modelo iberoamericano, de factura uruguaya, y otro francés. Las pasiones se enardecen y ahogan el debate de fondo: ¿qué es lo que necesita reformar y por qué? La idea no es parecernos a América Latina o a Europa o seguir hablando jurídicamente en francés o empezar en el español del Río de la Plata, sino preservar lo que ha probado eficacia y asumir los cambios en función de las óptimas experiencias locales. Por eso creemos que debemos sacudirnos de nuestras ancestrales inferioridades y aceptar el desafío de hacer un código dominicano y punto…
Pero un trabajo de ese alcance y trascendencia no debe ser decisión ni obra de tres o cuatro notables juristas, sino que debe abrirse al más participativo escrutinio público, sin las prisas ni las presiones de las agendas oficiales. Hacerlo así sería un crimen de lesa patria.
Más que ninguna otra materia, esta, por su impacto, no puede ser un trabajo monástico, sino que debe ser estudiado a fondo en foros jurídicos y académicos antes de ir a las cámaras legislativas. De manera que haya conciencia de los valores en juego y de las implicaciones empeñadas.
Repetimos, abogamos por un Código Procesal Civil dominicano, que considere los modelos foráneos como simples marcos referenciales o contextuales, pero jamás como implantaciones legislativas irreflexivas; que agilice los procesos, pero que tutele los derechos; que aproveche lo bueno de nuestra tradición y lo más valioso de la dogmática internacional. Tenemos todo el tiempo del mundo,… total, en ese intento hemos esperado más de un siglo.
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