Editorial – ¡Qué pena!

Algo está sucediendo en la augusta sala de la Asamblea Nacional. Se está rehaciendo una nación manipulando insensiblemente su código genético: la Constitución.

Este proceso desnuda una aguda crisis de representatividad. La confianza delegada por el país a sus legisladores no encuentra una reciprocidad de igual altura.

Votaciones fraudulentas, aprobaciones festinadas, imposiciones partidarias, intereses corporativos en juego, presiones clericales y debates bizantinos contaminan el proceso y degradan la responsabilidad más elevada de representación popular concebida para un sistema democrático. Un ejercicio de tanto compromiso y solemnidad ha revelado, en esta oportunidad, muestras penosas de banalización.

Pero lo más peligroso es que se está reformando nuestra Carta Magna de manera apresurada y con sentido adjetivo. No existe conciencia clara de que el texto constitucional es la arquitectura normativa del Estado y que no tiene que atender a temas, que por su naturaleza, desbordan esa función ontológica. Esta visión deformada ha generado debates inherentes más a la legislación adjetiva que a la reforma constitucional, como el aborto. Otras veces, se le han hecho parches al proyecto que abren innecesarias dependencias a legislaciones adjetivas por hacer, como el conflictivo tema del acceso a las aguas públicas. Contradictoriamente se han omitido en posteriores lecturas temas sustantivos relevantes como la necesidad de que el ingreso a la carrera judicial sea por concurso y posterior ingreso a la Escuela Nacional de la Judicatura, para solo citar un ejemplo.

El valor de una Constitución reside en su trascendencia normativa y en su permanencia en el tiempo, de tal suerte que la dinámica de cambios que se operan en el ordenamiento adjetivo no afecte su contenido o vigencia. Estas virtudes resultan fundamentalmente de una compresión sustantiva de su función, perspectiva que parece ausentarse de las deliberaciones de la Asamblea Revisora.

Pero sin ser fatalistas, parece que es mucho pedirles a nuestros legisladores, más cuando sus intereses están enfocados a las agendas políticas de la inminente consulta electoral de medio término, circunstancia que condiciona sensiblemente su obrar.

Al final de esta festinada jornada nos quedará la sensación de que perdimos una oportunidad para hacer algo más meritorio. Y es que nuestras carencias institucionales siempre nos obligan a transar por lo posible, nunca por lo mejor. ¡Qué pena!

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