A veces me imagino adolescente. La idea resulta aterradora cuando en ese ejercicio me asumo como hijo de una madre soltera sin estudio ni trabajo; una más de las arrimadas en el gueto de las cifras sociales. Pienso en mi mamá como artesana de los desdoblamientos mágicos: padre, hermana y amiga; con tiempo apenas para exprimir la vida y extraer de sus sudores algún aliento. En esa lucha del mal vivir, la imagino abandonada a entregas errantes, esas que además de cansar sus últimos bríos le hacen sentir vergüenza para hablarme de “sexualidad responsable”.
Me sospecho en su mundo, habitado por razones inconclusas; urgido de todo, hasta de la propia vida: de sueños embargados, historias rotas y silencios asustados; allí donde todo luce postrado y lo que se tiene o se pierde es arrancado a precio de vida. Un universo poblado de vacíos donde se pierde inocencia, suspiros y fantasía sin más testigos que un motel con olor a semen trasnochado.
Es crudo imaginarme adolescente y reo de una moral adulta que martilla su embustero asombro por los embarazos precoces mientras honra la corrupción como modelo de éxito, relajamientos irresponsables que engrosan las estadísticas de nuestras tragedias y colocan a la República Dominicana como el quinto país de América Latina en fecundidad precoz con 98 adolescentes madres por cada mil mujeres. Una de cada cinco de entre 15 y 19 años ha tenido hijo o ha estado embarazada.
A ese adolescente se le imponen cargas éticas pesadas sin los resortes necesarios para contrapesar la agresión del consumo irresponsable. Jóvenes sin valor por la vida, seducidos por lo fácil, provocados a tener lo que no pueden, dispuestos a subastar su inocencia y más por un Galaxy Note 8.
Lo sensible es que esa sociedad juega perversamente con su dilema: lo provoca con las mismas ostentaciones que le niega, creando peligrosas brechas de resabios. Esa es la lógica siniestra del consumismo de nuestros días: ¡mira pero no toques! La consecuencia de ese modelo es la torcida creación de hombres y mujeres resentidos que buscarán a su manera lo que la sociedad les niega de forma concluyente.
El adolescente es la víctima ideal de las quiebras sociales. En América Latina, uno de cada cinco jóvenes no estudia ni trabaja (nini). En la República Dominicana el 21.4 % de su población de entre 15 y 24 años de edad lleva el honor de esa condición. Esa tasa se ha mantenido prácticamente congelada desde finales de los noventa.
¿Cuáles son las coordenadas de futuro de una nación con más de 625,000 jóvenes que ni estudian ni trabajan y un ejército de casi un millón y medio de madres solteras? Esas condiciones aterradoras ya tienen rango de tipificación cultural en una sociedad empujada a vivir el día a día. ¡Alerta!
(edición núm. 379, octubre de 2018)