Pesimismo

En las redes sociales detonan a diario expresiones tóxicas de fatalismo: una combustión emotiva que envuelve en llamas todo instinto de futuro. Pero tan pronto la distracción pone su oferta en cartelera, una parte vuelve a festejar la vida y la otra a rumiar sus quejas.

Esas transiciones de nuestra vida revelan el carácter pendular de las masas. No sé qué es más trágico, si el retrato estadístico de nuestras carencias o esa bipolaridad de la emotividad social. Probablemente los dos, pero ambos cuadros están atados por un vínculo de causa y efecto; así, para optimizar la realidad objetiva se precisa de un cambio en la actitud subjetiva. No hay bienestar colectivo sin una razón ciudadana informada y determinada. Pero aquí falta conciencia y decisión.

El dominicano ha perdido motivación por el cambio. Hay una dócil conformidad con su realidad que emana de dos fuentes originarias: en primer lugar, del pesimismo social que, bajo la forma de nihilismo, asume como inútil cualquier empeño de cambio; en segundo lugar, de la indiferencia prohijada por la comodidad. Ambas actitudes parten de igual determinismo: una que se refugia en el temor y la otra en el confort. En términos más claros: una adaptación resistida y otra sometida.

En el primer grupo se reconocen los que están cansados de un sistema que en poco retribuye sus aportes; en el segundo se sitúan los que han hecho todo lo individualmente posible para lograr su bienestar y no lo quieren poner en riesgo. En palabras aún más gráficas: mientras los primeros resisten un “sistema del carajo”, a los segundos les importa “un carajo el sistema”.

Hace poco llegó a mis manos The progress paradox, una obra de Gregg Easterbrook en la que el autor explica las razones del porqué, a pesar de que la vida parece ir mejor, la gente cada vez se siente peor. Easterbrook justifica esa actitud pesimista en la idea arraigada en el pensamiento occidental de que el futuro está asociado a las expectativas crecientes de progreso y bienestar. Cada generación espera alcanzar más que la anterior. El autor entiende que, a partir de la crisis global, esa perspectiva “incrementalista” se ha truncado por la poca solidez de las bases del pasado, asomando entonces los miedos, las inseguridades y las ansiedades.

Esa decepción es la que ha tomado cuerpo de “venganza” en algunas sociedades políticas como la española y más recientemente la americana, las que han optado por una rebelión pacífica en contra del establishment a través de propuestas alternas no necesariamente ideales pero sí distintas. Ese fenómeno lo vivió Sudamérica hace más de dos décadas, con resultados pendientes de evaluación histórica.

En el caso nuestro es axiomático afirmar que no se producirá ningún cambio estructural mientras los beneficios del “progreso” vayan a las manos de los que controlan el sistema. Para ellos nunca habrá razones para pensar que andamos mal en un “orden” que, a pesar de sus carencias, funciona dentro de los parámetros aceptables de “su racionalidad”. Mientras aceptemos como normal nuestra anormalidad, no esperemos nada fuera de lo normal.

(edición núm. 365, julio 2017)

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