No pocas veces me ha callado la vergüenza al traspasar el angosto vestíbulo que sirve de entrada al Palacio de Justicia de la provincia de Santo Domingo. Ese tránsito es bochornoso. Es como llegar a la sede judicial de alguna región remota de Zimbawe, Etiopía o Uganda: atiborrado de abogados, policías, vendedores, usuarios desorientados, ruido y mugre. El ambiente es tóxico, como el que dominaba en cualquier factoría suburbana de principios del siglo pasado.
Después de un manoseo militar hosco, como supuesto protocolo de seguridad, se abre una escalera destartalada, sombría y empinada que lleva hasta el piso cuarto. Todos los que visitan las salas penales del último piso llegan jadeantes, detenidos por el apremio respiratorio al pie del último escalón. Los pasillos, convertidos en salas de espera, son claustrofóbicos, ruidosos y calurosos. Aquello es terrorífico. Me imagino lo que este clima añade al tormento emocional que de por sí entraña un juicio para los procesados. La sensación de ahogo empuja de forma instintiva a alguna luz o respiro en las ventanas, pero si acaso uno se asoma a las que dan con el patio trasero, entonces termina de convencerse de que ha llegado a un oscuro submundo donde la justicia se imparte en furgones, en ocasiones sin aclimatación. Ver salir despavoridos a abogados envueltos en togas fúnebres bajo el sol calcinante del verano es como para reír y llorar.
Las asimetrías funcionales del sistema de justicia son insostenibles. Es una afrenta tener un recinto moderno que ha despertado la envidia de jueces extranjeros como el que aloja la Suprema Corte de Justicia y la Procuraduría General de la República y, en cambio, este antro para la provincia más poblada del país. Pero parece que la ciudad que respira detrás del río Ozama, donde no hay torres corporativas, grandes galerías comerciales, penthouses de lujo ni caras noches de bohemia, no merece un Palacio de Justicia acorde con su densidad poblacional ni con la dignidad de su gente. Un fiel retrato de nuestras desigualdades sociales.
Leer el reciente anuncio de la construcción de una nueva casa para la Justicia en la provincia de Santo Domingo me abrió una fresca brecha de esperanza. Pena que con el dinero descontado ilegalmente por el Estado al presupuesto del Poder Judicial se pudo haber tomado hace tiempo esta decisión. Lo importante ahora es vigilar y esperar. En estas sociedades nos cuesta transar por lo posible, de manera que, aunque tarde, no tenemos mejor motivo para celebrar. ¡Qué bueno!
(edición núm. 377, agosto de 2018)