Cada familia dominicana ha tenido un pariente o vinculado que ha muerto o se ha lesionado por causa de un accidente vial.
Vivir en el país de más muertes en accidentes de tránsito de América Latina y el segundo del mundo es sobrecogedor. Hablar de 42 muertes por cada cien mil habitantes en cualquier escala y escenario es un hecho catastrófico. Para tener una idea más completa, basta considerar que en Suecia se registran tres por cada cien mil habitantes y que la tasa media mundial es de diecisiete.
Las muertes anuales por esta causa son estimadas en cuatro mil doscientas en la República Dominicana. En contextos más racionales ese diagnóstico justificaría un estado de emergencia. Aquí no ha despertado ni los sensores de la atención pública. Los accidentes son una estampa cotidiana de nuestra cultura; un parámetro muy fiel para medir la organización de la sociedad. Y es que la conducción pone en juego las condiciones más valiosas de un ciudadano: respeto, tolerancia, previsión, prudencia y cortesía. En el fondo yace una crisis cada vez más aguda de autoridad. No hay respeto al orden ni sujeción a la ley.
Lo patético es que este comportamiento no es aislado, sino que forma parte de una realidad de mayor dimensión dominada, entre otros factores, por la impunidad colectiva. Somos una sociedad sin constreñimiento para obedecer la ley porque no existe voluntad para aplicarla ni temor para obedecerla. La sanción pierde coacción cuando la autoridad pierde calidad, cuando no existe un régimen real de consecuencias, cuando a todo se le busca un “bajadero” o se “resuelve” por canales oficiosos o cuando para aplicar la ley se consideran primero la ascendencia social, la jerarquía política y los intereses comprometidos. El tránsito es el mejor medidor de nuestras quiebras. Por ahí andamos. El problema no es necesariamente normativo; podrán elevar las multas, así como reforzar el personal y los controles; pero el asunto es funcional: de trato, conducta y conciencia.
La autoridad debe empezar a promover mayor respeto para sí mismo si quiere obediencia a su mandato. Hace unos días un agente amigo de la AMET nos revelaba que para él era más segura y disuasiva la videograbadora del celular que el arma de reglamento. Lo decía porque era más efectivo grabar las detenciones y revisiones de ciudadanos hostiles y rebeldes (que acusan graciosamente a los agentes de arbitrarios) que el uso de cualquier otro medio de sometimiento. Nos contaba de todos los agravios y vejaciones que sufren los agentes como ejecutores del orden vial.
El problema es serio y luce insoluble porque, además de humano, es de la capacidad de nuestras vías, del volumen del tráfico, de la eficiencia de los controles, de criterios de ordenación, de las políticas de gestión vial, de la educación ciudadana. Lo cierto es que no podemos esperar. Este problema es inaplazable y requiere un tratamiento integral de atención perentoria.
(edición núm. 375, junio 2018)