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DERECHO PENAL - La materia prima del crimen
 


Héctor Dotel Matos

La calle es una mala madre, pero una madre al fin”. Elías Neuman.

Desde los años 70, más o menos, se hallan en todas nuestras latitudes latinoamericanas, un portento relativamente nuevo: la estampa de cientos de miles de niños de la calle, o en la calle, que pululan, revolotean o trabajan en ella.

Son muchachos ilusoriamente débiles que, por lo general, provienen de familias que no han podido adherirse, o tienen muy graves apuros de conectarse, al avance urbano productivo.

El pánico empieza en el estómago. Acorrala en la familia irreal, deshecha o acometedora, y por ende el aturdimiento afectivo, moral, educativo, laboral, los maltratos y las carencias de todo orden que ello envuelve. Sin puntualizar con que la afrenta puede acarrear desidia total y la indolencia, que en probadas ocurrencias establece una infracción.

Son muchachos que no han cimentado el mundo; asomaron a él cuando ya estaba hecho, ciertamente no muy bien. Se apuntaría que llegaron marginados y, por ende, victimizados. Clavados en el marco social y su sistema económico, y que con el desarrollo industrial y la edificación vuelven a ser marginados y así seguirán después, en muchos casos, para siempre, hasta adquirir el SIDA o la muerte. Sus conductas sociales recelarán nuevas separaciones en otros contextos preparados para el momento por los controles criminalizadores.

En irrefutables patologías personales, se describe a estos niños por “tener pena” o “entrar en pena”, y en cuanto a las sociales, las que les han trasmitidas por la sociedad, parecen calificarse cuando los científicos sostienen, tácitamente, serias disputas bautismales, propensas a establecer si son “niños en peligro”, “niños en situación de peligro”, “niños de calle”, “niños en situación de calle”, ”en situación de riesgo”, “en estado de riesgo”, “material y moralmente abandonados” y otros dibujos similares. Cabría anhelar que cierto día conversemos sólo de niños, sin segregaciones aparentes.

En un cónclave realizado en Panamá, en 1979, bajo los auspicios del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), se los declaró expresamente como: el escenario en que se encuentra un menor de edad por estar carente de representante u originado por una conducta maligna de sus padres o de quien legalmente lo tenga bajo su responsabilidad, y que le cause perjuicio.

Lo horroroso de todo esto es que no se percibe una justa política sobre niños con el cambio ideológico que establece la Ley. Se negocia con lo habitual y no, claramente, por dolencia oficinesca o suspicaz. Existe una especie de herencia psicológica inconsciente que impide respuestas innovadoras o cambios estructurales. Es una manera sutil de victimización de los menores por inacción estatal, por silencios de toda índole, bajo credenciales de dudosa bondad.

Muchas veces por error, o ex profeso, se nombra a alguien que sabe, que es una manera original de postergar a los amigos, para manejar estos argumentos. A poco recorrer, renuncia. El organigrama que iba a realizar, queda sepultado por problemas administrativos, políticas internas, sedición de funcionarios tradicionales o cambio burocrático superior, pero en otro departamento. De este modo se mantiene la coloración gris. La de los casimires tibios. Los muchachos abandonados no harán rezongar de cólera ni a políticos ni a funcionarios.
Los niños en y de la calle, y los que son internados o dispuestos por jueces en reformatorios, maniobran como una clientela indispensable que debe mantenerse y fortalecerse, movilizándola del vertedero social más huero. Cuota inapreciable para una victimización en la que trabajan miles de individuos.

Es preciso aceptarlo como una dolorosa vergüenza. Siempre da pingües beneficios el construir nuevos reformatorios y cárceles, en que se emplea a vasta cantidad de personas, al tiempo que la opinión pública se tranquiliza con nuevas jaulas, lo que implica mayor coerción. Mayor cantidad de fuerzas en la lucha por la “profilaxis” de las ciudades para terminar con el “golpeo”.

Es una de las formas que asume la manipulación del sistema penal y la represión que, es obvio, no solucionan la violencia social. Al contrario. Lo único verificable, en esta connivencia de embustes, es que los niños, niñas y adolescentes pertenecen a los estratos más protervos de la comunidad. Es esa otra razón por la cual no interesan. Sus futuras conductas transgresoras y antisociales son previsibles y la inaplicación de planes serios, ideas innovadoras y el escaso acatamiento a la Convención Internacional de los Derechos del Niño señalan que la violencia debe continuar.

El fenómeno del urbanismo o, en el caso, de la marginalidad urbana, implican la renovada y triste presencia de nuevos esclavos de un sistema de poder. Es un proceso multidimensional que alcanza a todos los procesos posibles del trabajo desesperado, realizado por personas también desesperadas.

Alcanzó el continente americano tal cual sucediera antes en Europa, con el traslado de familias rurales hacia las ciudades. En variadas ocasiones las esperanzas se quiebran, y el hombre, y la mujer, no arriban con suficiente preparación para incorporarse a sociedades tecnificadas y de consumo.

Otros vienen engañados hasta el presente.

Una de las preguntas que se atribuyen, frente a la cosificación de la existencia de tantas vidas, empapa en la gobernabilidad del problema. ¿Puede hablarse de democracia al margen de sus claras y oscuras rugosidades y repliegues, cuando millones de hombres y mujeres son decretados no exitosos para la vida, marginados socialmente y objeto del ajuste de los éxitos supuestos que, se dice, acompañan hoy a los sistemas neoliberales de la economía y al capitalismo en nuestras regiones?

Las democracias añejas se basan, entre otros presupuestos, en elecciones libres, pluripartidismo político, libertad irrestricta de prensa. Esas y parecidas consignas parecen pertenecer a un mundo imperial que no encuentra el menor sustrato en las noveles democracias de las naciones dependientes, marginadas del capital mundial. ¿Cómo hablarle de democracia, libertad de prensa, pluralidad de opiniones y partidos a esa ingente cantidad de seres que piden comida, trabajo, cobijo digno, redes cloacales? Ciertamente una vez más: para los pobres, los derechos humanos rebotan metafísicos, cosmogónicos.

Y en el mejor de los casos, cuando logran trabajar, se advierten problemas incluso xenofóbicos y de discriminación, en especial con trabajadores de países limítrofes y con los compatriotas que son una suerte de migrantes en el propio país. Se los ocupa en toda suerte de trabajos no calificados y de escasa productividad.
Esa migración interna trajo con ella los denominados conurbanos, bolsones de pobreza, que rodearon y envolvieron a las grandes ciudades, denominados villas miserias, asentamientos, favelas, tugurios, colonias proletarias, ranchos. Algunos, de modo alegórico, quedan emplazados en los cerros, lejos de la superficie horizontal de la tierra que las rechaza.

Se escribe sobre “marginalidad ecológica” y es sabido que de allí se recluta un alto grado de criminalidad convencional, una suerte de delincuente de la miserabilidad. Pocas veces se habla, al menos por un elemental sentido de justicia distributiva, de la ferocísima violencia social que allí se esconde.

La familia pierde, en esas grandes ciudades, el sentido que tenía. La mujer debe salir a trabajar para solventar, o ayudar a solventar, los gastos del hogar y entrega sus hijos a la “diosa suerte”, compelida por las carencias de elementos esenciales para vivir. A esa parvedad apremiante se incorporan los trabajos escasos y, por consiguiente, el hecho de tener que trabajar en varios empleos sin descanso. El pánico al desempleo, el hacinamiento, son otros elementos conflictivos. El desempleo hace que el hombre se torne violento, irascible, se entregue a substitutos adictivos como el alcohol, reprenda y maltrate mujer e hijos. Al desamparo y al desarraigo se adicionan la angustia de la soledad y la depresión. Es que la falta de trabajo empuja a estas masas, semiproletarias, hacia zonas grises, enlistándolas en la nómina de autores de delitos contra la propiedad y, por consecuencia, en la persecución cada vez más severa de los controles criminalizadores del poder.

Una vez más, las leyes, prácticas punitivas y el marco conceptual del delito en sí, vienen, en la historia de la humanidad, de la mano del sistema político y económico que las moldea y no como consecuencia de la evolución histórico-jurídica. Se consolidará después un orden jurídico diferente del orden social y superior a éste.

Ciudades que a los cuatro vientos incitan al consumo, muchas veces de trivialidades y estupideces, que martirizan el cerebro; medios de transporte abarrotados; en fin, lo que antes fuera simple se ha complejizado gravemente. Contingentes de población urbana deambulan cual si estuvieran robotizados. La violencia crece acompasando los problemas cotidianos. Si bien algunas ciudades alcanzan un cierto desenvolvimiento económico, en los poblados de los conurbanos perduran bolsones de pobreza y marginación social: un tiempo detenido. Es que también el hambre y la marginación han tomado carta de ciudadanía.

Muy cerca de las ciudades y, a veces, formando parte de ellas, atrapada por ellas, está la enorme cantidad de niños, niñas y adolescentes, provenientes de familias humildísimas que encuentran las más frustrantes dificultades para su inserción educacional y laboral, violentamente expulsados a una vida de ocio. Trabajar es imposible, y estudiar igualmente imposible por la falta de recursos económicos. Sin estas opciones tradicionales de la vida de antaño, acicateados por los medios masivos de comunicación hacia la competencia, el consumo y la violencia, tomarán rumbos difícilmente eludibles: soluciones adictivas y farmacológicas para las angustias y tensiones. Inhalarán thinner y acetonas y todo tipo de pegamentos, consumirán cerveza y luego alcohol, esto es, las drogas que están a la mano de la gente de ningún recurso.

Se forman las pandillas de jóvenes transgresores que incursionan en hechos delictivos y acometen violentamente contra la propiedad, cual si fuera una revolución privada, propia. Esos muchachos son los más acreditados alumnos de un sistema de modelos de interacción deshumanizada. La cultura que les toca vivir es exactamente contraria a sus necesidades humanas y metabólicas.

Los modelos propuestos, al alcance, serán la violencia, el robo, el alcohol, los inhalables, los psicofármacos. Los proyectos agresivos afloran. Son ejemplo de un inventario cautivo de aconteceres en el que se proyecta también el instinto temático. Son los aprendices de delincuentes.

La televisión les hace sentir, si es que no fuera suficiente con sus propios padecimientos, que viven en un mundo de injusticia social, de sojuzgarmiento y comedimiento del más débil.

Lo que muy difícilmente capten o lleguen a saber es que esa institucionalización del orden que fuere, que requiere que toda la legislación se asiente sobre un nuevo orden, que rinda lealtades al capital industrial, primero, y financiero, después, los decretará no colaboradores, estorbos del proceso natural.

Las ventajosas consecuencias para la industria delictual se producen solas. Como la hierva mala crece sin ocultarse. En ese mundo poblado de carencias, los padres se marchan cada mañana en pos de búsqueda sin brújula, y los hijos ganan la calle. Son los propios padres u otras personas quienes los explotan, haciéndolos vender día y noche flores o cualquier baratija, y hasta su cuerpo. Son muchachos “en” la calle, que viven en ella de modo permanente o por muchas horas. Y están los que no tienen padres, o no saben dónde están, o los maltratan, e hijos de madres solteras que optan por vivir en la calle. Son los muchachos “de” la calle. Oscilan entre los 5 y 15 años de edad, con su materia prima debajo del brazo, aprendiendo el oficio del crimen.

Bibliografía:
______________

BASAGLIA, Franco, Razón, locura y sociedad, Siglo XX1, México, 1981.
NEUMAN, Elías, Victimología y control social, Editorial Universidad, Buenos Aires, s.a.
PLATT, Anthony M., Los ”salvadores del niño” o la invención de la delincuencia, Ed. Siglo XX1, México, 1988.


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