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Haití: ¿Amenaza apocalíptica?  


Jose Luis TaverasJosé Luis Taveras

taveras@fermintaveras.com
http://www.fermintaveras.com

¿Qué pasaría con las futuras generaciones dominicanas si ante una situación de hambruna o de explosión social tuviera que soportar un éxodo masivo y violento de miles de haitianos? ¿Cuál sería el papel de la comunidad política internacional frente a un cuadro como éste?: ¿nos impondría soluciones drásticas como lo hizo en los Balcanes o presionaría para lograr un nuevo estatus político para las dos naciones? ¿Qué tan lejos estamos de eso?

Estas inquietantes preguntas no nacen de una imaginación febril o prejuiciosa, son amenazas latentes que cobran más sentido con cada minuto que pasa. En Haití están dadas todas las condiciones para que en cualquier momento suceda una catástrofe social con matices apocalípticos; es sólo cuestión de espera. En el tránsito hacia una estabilidad cada vez más episódica, se han producido grietas irreparables en la base social y ha habido fuertes rupturas en los procesos políticos hacia la democracia.

Haití es una amenaza real. El camino de la confrontación social violenta es inexorable. Los breves espacios de aparente gobernabilidad son socavados por las presiones sociales de una nación atrapada en condiciones infrahumanas de subsistencia. Los pálidos esfuerzos de la comunidad internacional se diluyen; los fondos de la cooperación internacional no fluyen por la inseguridad institucional. Se trata de un país donde no funciona nada: ni el Senado, ni el Parlamento, ni el sistema judicial; todo esto en medio de una indefensión ciudadana sobrecogedora.

Los índices de pobreza y subdesarrollo convierten a Haití en la nación más pobre del Occidente. Con 8,7 millones de habitantes, sus indicadores sociales son "catastróficos", situándose en el puesto 146 de los 177 países analizados en el Índice de Desarrollo Humano elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para el 2007-2008. En Haití la renta anual es de 390 dólares per cápita y más de la mitad de la población vive por debajo del índice de extrema pobreza (menos de un dólar al día). Más de 6,2 millones sobrevive con menos de dos dólares.

La pobreza de Haití es tres veces superior a la media en América Latina y el Caribe, con un nivel cercano a los países del África subsahariana. La esperanza de vida de los hombres es de 57 años y 52 la de las mujeres, mientras que la mortalidad materna se encuentra entre las más altas del mundo, al igual que la tasa de personas portadoras del VIH, que asciende a casi el 5 por ciento de la población. Aproximadamente un 70% de la población vive en la pobreza.

En Haití no hay una estructura productiva relevante; no existen plantaciones agrícolas extensivas ni explotaciones industriales importantes. Cerca del 70% de la población depende de una agricultura de subsistencia a pequeña escala y que emplea cerca de las dos terceras partes de la población económicamente activa.

La estabilización sostenida de Haití es una aspiración utópica mientras existan niveles de desigualdad social tan profundos; basta considerar que el 20 por ciento de la población más pobre posee el 1,5 por ciento de la riqueza, frente al 20 por ciento más rico que acumula el 68 por ciento. Tan sólo el 52,9% de la población está alfabetizada.

La crisis de Haití es compleja y estructural, por eso hasta su simple abordamiento resulta un ejercicio dificultoso. Sobre este aspecto, Tomas Brundin, ex-jefe de cooperación internacional de la ONU en Haití, en una declaración prestada a la agencia británica BBC, señala: “Ayudar a Haití es complicado debido a su pobreza, por el problema de la dictadura y la esclavitud en su historia... también tenemos la cuestión de la religión, la mezcla del vudú y el catolicismo, incluso su idioma. Todo esto hace que sea muy difícil entender qué pasa en este país”. La propia ONU, impotente, ha lanzado la voz de alarma a la comunidad internacional para que vaya en auxilio de ese país. La reacción ha sido tan fría como retórica. Francamente hablando, Haití no está en la agenda de nadie.

Los graves e históricos problemas haitianos no solo se acumulan sino que se agudizan, llevando a ese país por derroteros cada vez más inciertos y sombríos. No obstante lo anterior, otras incidencias han turbado el cuadro: la inserción del narcotráfico organizado y una población peligrosamente armada.

Jean Bertrand Aristide, en sus delirios tiránicos, logró su sustentación en el poder sobre tres grandes resortes: el primero, la manipulación ideológica de las angustias de los miserables a través de la exacerbación de los odios sociales y étnicos (el 95% de los haitianos son principalmente de ascendencia africana y el restante 5% está compuesto por blancos y mestizos); segundo, la complicidad de los Estados Unidos y la comunidad internacional, que en aras de lograr la pacificación de la zona, prefirieron hacer vista gorda a los excesos del apoyo paramilitar de Aristide; y, el tercero, la política permisiva del gobierno de Aristide al narcotráfico internacional, sentando las bases de un verdadero narco-Estado. Aristide se marchó forzosamente de Haití dejando intactas esas estructuras de poder. Ahora en Haití manda el narcotráfico sobre el polvorín de una población armada. El Departamento de Estado de los Estados Unidos destaca en uno de sus informes que parte de los grandes problemas que encara el combate del narcotráfico en Haití lo constituye la corrupción policial, así como la existencia de un sistema judicial “disfuncional” en el que jueces y fiscales son susceptibles de “intimidación y soborno”. Y es que en Haití lo único que institucionalmente opera son las agencias internacionales de cooperación residentes ya que la corrupción ha impedido los mínimos avances de una sociedad con características tribales. Todo eso ocurre mientras de cada diez jóvenes haitianos en condiciones de extrema pobreza, seis se encuentran armados.

La violencia es un rasgo cultural de la sociedad haitiana que parte de sus raíces históricas. Se trata de la primera sociedad de esclavos que forma una nación en el Nuevo Mundo. Desde 1801, fecha de la segunda independencia del continente americano, hasta el día de hoy, la historia de Haití ha sido una sucesión de dictaduras, tensiones intestinas, Estados policiales y odios sociales. Las imágenes de linchamientos con gomas incendiarias ejecutados por los adeptos de Lavalás gravitan todavía en la memoria del mundo.

Haití es una pesada carga para la comunidad internacional, toda vez que el problema va más allá de su pacificación y estabilización política, sino de encarar la inviabilidad de un Estado y asumir la construcción de una nación desde sus bases primarias frente a dificultades culturales tan fuertes. Se trata de una crisis prácticamente insoluble, aun a largo plazo. Redimiendo las distancias, la crisis de Irak se plantea con menos retos que la haitiana, porque por lo menos en Irak existen instituciones, riqueza e infraestructuras; en Haití, en cambio, esas premisas están definitivamente ausentes. Por eso a nadie le importa la suerte de Haití y las ayudas no trascienden más de lo que imponen las políticas y los protocolos de cooperación internacional. Así las cosas, mientras no haya un plan internacional que involucre activa y sostenidamente la voluntad de las principales naciones del hemisferio, el deterioro de las condiciones de vida en ese país devendrá en una explosión social catastrófica, abriendo, este escenario, las interrogantes que animan estas reflexiones. ¿Estará la República Dominicana preparada para una contingencia como esa?

La visión cultural del dominicano es como si viviera en su propia isla, ajeno y despreocupado de ese proceso. Hemos optado por ocupar el hoyo del avestruz. Las diferencias que separan a ambas naciones son tan pronunciadas que han afirmado esa actitud de indiferencia, sin embargo estamos tan forzosamente convocados a esa dinámica como el territorio que compartimos. De este lado de la isla, Haití es sólo tema de atención pública cuando se suscitan coyunturas concretas en el plano de las relaciones entre ambas naciones: ante denuncias internacionales sobre violaciones a los derechos humanos de la inmigración haitiana; en ocasión de disturbios sociales en Haití o cuando se presentan inconvenientes en el flujo del comercio fronterizo entre los dos países. Hablar de Haití en la República Dominicana es limitarnos al issue de la migración y nada más. Esa historia ha variado muy poco a través de los años, pero la real amenaza haitiana no reside en una inmigración pacífica, económicamente activa y socialmente integrada, sino en el curso que asuman los procesos políticos, sociales y económicos de la población haitiana que ocupa la parte oeste de la isla.

¿Qué pasaría si Haití cayera en una guerra civil que generara una situación de hambruna?; ¿qué frontera pudiese detener la avalancha de los instintos de conservación?; ¿cuál sería la posición de una comunidad internacional huidiza e impasible? Las respuestas históricas las encontramos en África, que ha sido escenario de desplazamientos de pueblos, linchamientos horrorosos, actos de barbarie y de depredación inenarrables en luchas tribales que han sacrificado poblaciones enteras ante la indiferencia irresponsable de la comunidad internacional. Hablar en términos tan gráficos, en un contexto de tanta inconciencia como el nuestro, sería pecar de tremendismo xenofóbico. Lo cierto es que no sabemos a qué temerle más, si a la posibilidad de tan espeluznantes eventos, o al nivel de ignorancia del pueblo dominicano sobre el tema haitiano.

En República Dominicana no existe una política de Estado con respecto al tema haitiano; todo se le ha dejado a la improvisación, al casuismo y al pragmatismo de ocasión. Las relaciones dominicano-haitianas, por su parte, han marchado al espontáneo compás de las circunstancias y de los intereses particulares, sin un plan estratégico concertado entre ambos Estados que, desde una perspectiva integral, promueva el desarrollo. La informalidad ha sido la constante en este escenario; todavía este es el momento en que hasta las propias relaciones comerciales se encuentran al margen de transparencia y de controles eficaces. Existen razones muy pesadas para pensar que la ausencia de interés en la formalización de los intercambios transfronterizos entre ambos países no esté sólo determinada por el desinterés, sino por las conveniencias que reporta la clandestinidad; esto ha permitido la creación de grandes fortunas militares y civiles en ambos países a través del contrabando de todo y del tráfico ilegal de drogas, armas y personas.

Por otra parte, independientemente de los consabidos prejuicios raciales, la sociedad dominicana no concibe ni por un breve instante la posibilidad de una asimilación social del inmigrante y de la cultura haitiana. Existe una repulsión natural. En la mentalidad cultural dominicana sencillamente no existe espacio para abordar un sincretismo dominico-haitiano, hasta el punto de que las generaciones nacidas en el país de padres haitianos son vistas y “tratadas” como haitianos. Son barreras insalvables; las mismas que le dieron fronteras generacionales a las diferentes etnias balcánicas (serbias, bosnias, croatas, albaneses, entre otras) a pesar de que estuvieron “integradas” en un mismo Estado durante la incorporación de la ex Yugoslavia al disuelto bloque soviético. El impacto de un eventual esquema de forzosa integración política de ambas naciones por parte de la comunidad internacional tendría efectos devastadores en un país que ha fundado su concepto de nacionalidad a partir precisamente de la diferenciación con el pueblo haitiano.

El tema haitiano fue desacreditado por la aviesa manipulación electoral que le dio el doctor Joaquín Balaguer cuando en las elecciones del año 1996, su principal contendor, José Francisco Peña Gómez, se presentaba como candidato presidencial por el PRD. En aquella ocasión se manejó la amenaza de un presunto plan de Estados Unidos, Canadá y Francia para fusionar los Estados haitiano y dominicano, siendo Peña Gómez, de origen haitiano, un elemento clave en esas supuestas pretensiones. Desde entonces, cualquier reflexión sobre tal eventualidad se descalifica bajo el estigma de xenofóbica. Lo cierto es que de mantenerse vigentes las actuales estructuras sociales y políticas por más tiempo y sin operarse cambios relevantes, Haití será un gran peligro para la estabilidad y hasta la “existencia” de la República Dominicana, país que ha basado su economía en industrias dependientes del “factor estabilidad” como son el turismo y la inversión extrajera para la exportación.

Haití no tiene dolientes. La solidaridad internacional no irá mas allá de la ocupación militar en tiempos de crisis o de la asistencia económica en los precarios momentos de paz, pero nadie ayudará a Haití a resolver sus problemas, sólo los haitianos, y dejar a éstos su destino sería la barbarie. Decía alguien que “hasta ayudar a Haití es difícil”, por la ausencia de instituciones fiables a través de las cuales se pueda canalizar y administrar esa ayuda. Frente a un cuadro parecido ¿sería exagerado pensar en estallidos sociales?

Si hubiera conciencia sobre el problema haitiano y sus sensibles implicaciones para la estabilidad de la República Dominicana, éste fuera un tema crucial de debate electoral, pero la realidad es que, fuera del proceso electoral antes mencionado, nunca la cuestión haitiana ha merecido atención en las agendas electorales, ni los candidatos han tenido la más mínima perspectiva del mismo.
El destino de Haití está indisolublemente ligado al nuestro. República Dominicana es la nación llamada a llevar la cruzada internacional a favor de Haití. Debe ser su aliada estratégica, protagónica e incondicional en este trascendente propósito. El camino de la indiferencia o la confrontación sólo ayudará a agravar el aislamiento de Haití y la agudización de sus procesos intestinos. Pero esto requiere de una agenda común de Estado que articule las bases de un plan de desarrollo binacional armónico y sostenido que pueda ser promovido internacionalmente. No se qué lejos estemos de esa aspiración, pero de algo estamos muy persuadidos: entre más nos distanciemos de ese objetivo, más nos acercaremos al caos, entonces el reto comprometido no será ya la “estabilidad” dominicana, sino “la viabilidad” de la nación y nuestras generaciones no nos perdonarán un legado tan aciago. Lo peor es que el tiempo avanza ya de forma regresiva... como el reloj de una bomba.

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