Fabio J. Guzmán Ariza
“Si el estado de la lengua permite sospechar cómo anda el pueblo que la habla... entonces estamos jodidos.” Julio Cortázar, El examen.
El idioma español está en crisis en la República Dominicana. Para comprobarlo no hay que ser ni filólogo ni sociólogo; basta con pasear por las calles de cualquier ciudad y leer los letreros de los negocios, u oír una conversación entre jóvenes profesionales en una oficina, u hojear las páginas de cualquier periódico - especialmente las deportivas –, o simplemente ir a comer a un restaurante de clase alta en Santo Domingo. En la calle, ya a nadie le causa sorpresa ver rótulos con genitivos foráneos como Fulano’s, o incorrectos aun en el idioma de donde provienen como Fulano Motor’s; en las oficinas, pululan los “espero por tí”, “eso hace sentido”, “déjame saber”, “te doy un forward”, “el issue es” y “te llamo para atrás”; en las páginas deportivas nos enteramos de que Mengano “hizo el equipo”; y en el restaurante nos tropezamos con una carta escrita en una jerigonza desconcertante, donde entre otras barbaridades, el pescado que en mi juventud se llamaba “atún” se ha trasmutado en todas partes en “tuna”, vocablo que puede significar muchas cosas en español, desde un grupo musical estudiantil – la tuna de la PUCMM, por ejemplo – hasta el arbusto con espinas que se da en el Noroeste del país1, pero jamás un plato para comer.
Lo más penoso de esta situación es que a nadie parece importarle, ni aun a aquellas personas e instituciones que presuntamente deben ocuparse de ella: las escuelas, los profesionales y la Academia. Sé que existe una Academia Dominicana de la Lengua desde el 1927 – justamente debiera celebrar su octogésimo aniversario este año – porque así figura en la lista que aparece en las primeras páginas del Diccionario de la Real Academia, no porque su labor se haya hecho sentir localmente. Supongo que como sucede con otras instituciones culturales que dependen del gobierno para su sustento, no tiene fondos con que hacerlo, de manera que cabría más condolerse de su penuria que reprocharle su inactividad. Por igual con las escuelas: entre desorganización, carencia de fondos y falta de capacidad de los maestros, no hay mucho que esperar, salvo más promesas y reiteradas decepciones.
Quienes no tienen excusa son los profesionales. Como “profesionales”, englobo a todas aquellas personas que por haber cursado estudios universitarios y ocupar puestos de relieve en la sociedad, se presumen conocedoras del idioma, tales como los intelectuales, políticos, administradores, banqueros, médicos, ingenieros, abogados y, de manera especial, los periodistas, publicistas, presentadores y demás protagonistas de los medios de comunicación. Son estas “élites”, paradójicamente, quienes en vez de actuar, como es su deber, como rectoras y defensoras del español dominicano, más contribuyen a su acelerada deformación con la adulteración de vocablos y de la sintaxis, y el uso indiscriminado e innecesario de extranjerismos. Las causas de esta “traición”2 por parte de las élites a su deber son varias: unas veces, la simple haraganería intelectual; otras, la afectación o el amaneramiento clasista, sin descartar la posible falta de preparación académica; pero sobre todo, un profundo complejo de inferioridad frente a todo lo extranjero, ya presagiado en nuestros orígenes por Guacanagarí. Se habla de que nos invade y arropa la cultura anglosajona, por designio consciente de nuestro vecino todopoderoso, los Estados Unidos. La realidad es otra, mucho peor: son nuestros propios profesionales los que, como Santanas del siglo XXI, propician a diario la invasión porque infravaloran su lengua y su cultura.
Que no se me mal interprete y se piense que soy un purista reaccionario del español. Estoy más consciente que muchos de la necesidad de los extranjerismos y neologismos para mantener a nuestro idioma actualizado y vigente en el mundo de hoy, para beneficio de los más de 400 millones de hispanohablantes en 23 países. Ahora bien, los extranjerismos que debemos adoptar son los que sean verdaderamente necesarios, por ejemplo, cuando no existe una palabra en español con el mismo significado; y en todo caso, deben amoldarse al genio, a la fonética y a las estructuras del idioma, no permanecer en él como un cuerpo extraño.
Las lenguas tienen la capacidad de “ingerir” una palabra foránea y transformarla fonéticamente en una propia: nuestro “jamón” vino del francés jambon, pronunciado en ese idioma “yambón”; “jardín” es el mismo jardin francés, que se pronuncia en esa lengua “yardán”, pero que fue adecuado por el pueblo a la fonética española; y hoy nadie piensa que el origen de esas dos palabras es extranjero. Muchos de nuestros profesionales, sin embargo, se esfuerzan en pronunciar cualquier frase en inglés con la fonética de ese idioma, lo cual no sólo causa disonancia, sino también incomprensión cuando el interlocutor no sabe inglés, como ocurre con la mayoría de los dominicanos. Aunque parezca mentira, son los dominicanos de la calle quienes, a pesar de su supuesta ignorancia, mejor incorporan los extranjerismos al idioma. Como muestra, tenemos a las palabras “guachimán” y “cloche”: la primera, una dominicanización de watchman que tan bien “aplatanada” está, que aparenta de origen indígena; y la segunda, de clutch (“embrague”, en español castizo), que tiene una afinidad perceptible con “coche”. ¿Veremos el día en que un empresario dominicano tenga la valentía y la autenticidad de nombrar su negocio “Guachimanes Dominicanos”?
Una sociedad que no ama a su lengua, que ni la defiende ni la revigoriza día a día, es una sociedad en decadencia, derrotada, definitivamente inferior. Su pensamiento viene hecho ya en recipientes ajenos. Escribo esta columna – quizás hacerlo sea una quijotada – para crear (¿provocar?) conciencia de que debemos evitar esos males, de que nuestra habla, nuestra cultura y nuestro país sí valen la pena.
Nuestro Idioma es a partir de hoy un foro al cual invito a todos los lectores, doctos y profanos, a participar activamente para mejorar el uso del español en la República Dominicana. Espero contar con sus sugerencias, correcciones y comentarios, las que podrán enviar a esta dirección: fguzman@gacetajudicial.com.do. En la próxima entrega, abordaré el tema específico de los abogados y el idioma. Hasta entonces.
1 Esta sería la acepción más dominicana de la palabra, puesto que es de origen taíno.
2 La palabra es fuerte pero apropiada. Alude a la obra de Julien Benda, La trahison des clercs, publicada en París en 1927, aunque el tema no es exactamente el mismo.
16 de octubre de 2007.
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