Fabio J. Guzmán Ariza
“En composant la Chartreuse, pour prendre le ton, je lisais chaque matin deux ou trois pages du code civil, afin d'être toujours naturel...” 1 Carta de Stendhal a Balzac del 30 de octubre de 1840.
Se supone que los abogados, por la naturaleza de su oficio, deben hablar y escribir bien el idioma o por lo menos mejor que la generalidad de la población y que otros profesionales cuyo quehacer principal no es la comunicación. Así como no se concibe que un cirujano no maneje el bisturí con destreza ni que un agricultor no sepa utilizar el machete, parecería absurda la idea de un abogado que no se exprese correctamente y que, por ende, sea incapaz de “abogar” de manera convincente en provecho de su representado. Con razón al abogado de antaño le llamaban “letrado”. Su conocimiento de la lengua y la habilidad que mostraba en su uso le hacían merecedor del calificativo, así como de prestigio y autoridad en la comunidad en que vivía.
El abogado dominicano de hoy – me avergüenza afirmarlo – es en promedio una paradoja andante: un profesional de vocabulario escaso y pésima dicción que ignora o maltrata las normas de la principal arma con que cuenta, que es su propia lengua. La realidad es tan grave que jueces de la Suprema Corte de Justicia se han quejado públicamente de lo difícil que les resulta fallar ante la opacidad e incoherencia de los escritos que les formulan los abogados postulantes. Se ha hablado mucho de las causas de esta situación --las graves deficiencias de la educación primaria y secundaria, la pérdida del hábito de lectura y la pobreza de la enseñanza en las facultades de Derecho– pero nada se ha hecho para corregirlas. En la actualidad, todavía es posible recibirse de licenciado en Derecho en nuestras universidades sin cultivar la redacción jurídica o la oratoria forense, simplemente porque estas asignaturas no forman parte de la mayoría de los programas de estudio. Además, son miles los abogados en ejercicio que en sus años de estudiantes nunca redactaron ni un solo comentario de sentencia ni, lo que parecería inconcebible, leyeron un solo libro de Derecho de principio a fin, porque en pleno siglo XXI continúa la práctica medieval de muchos profesores de dictar la clase a sus estudiantes y de alentarlos en la espuria creencia de que ese dictado agota la materia.
El panorama es similar cuando pasamos del escrito forense al fallo judicial o al texto legislativo. Por desgracia, ya no son los tiempos de Stendhal cuando el código civil servía de referente de buen estilo a novelistas de primera de su talla. Hoy en día ningún escritor, por más mediocre que fuese, tomaría como patrón a una ley o código dominicano de reciente promulgación. En vez de la concisión y naturalidad del Código Civil, en donde no hay ni palabras superfluas ni descuidos sintácticos, nuestras leyes exhiben sin rubor y sin razón un muestrario de anacolutos, clichés, solecismos, circunloquios, cacofonías y barbarismos. Digo sin razón porque cualquier corrector de estilo de mediana preparación, empleado a fondo de manera oportuna, mejoraría enormemente la calidad idiomática de nuestra legislación. Pero exigir que las leyes sean claras y comprensibles no parece importarle tanto a nuestros legisladores. Hay evidentemente otras prioridades.
Para comprobar lo dicho bastaría con hojear la Ley No. 392-07 sobre Competividad e Innovación Industrial, promulgada en diciembre de 2007. Sólo en el Capítulo I del Título III de la Ley, comprendido en menos de tres páginas, se colaron cinco “a los fines de”, otros tres cacofónicos “tales fines” y como sazón, varias faltas de concordancia, omisiones de palabras y signos de puntuación.
La situación, sin embargo, no es totalmente desconsoladora. Hay muchos abogados en ejercicio, viejos y jóvenes, de verbo correcto, elegante y persuasivo, que bien podrían valer de ejemplo para rectificar las fallas de sus colegas menos dotados. A éstos sólo habría que persuadirlos a que lean y escuchen a aquéllos, agregando a la receta el estudio asiduo de las fuentes de consulta del idioma y la práctica constante, ya que es algo requetesabido que a escribir y a hablar bien se aprende escribiendo y hablando, mucho y a diario.
1 "Al redactar la Cartuja [de Parma], para tomar el tono, cada mañana leía dos o tres páginas del Código Civil, a fin de ser siempre natural".
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