La experiencia electoral ha sido una fascinante aventura jurásica. Una trama escalonada de sobresaltos y suspenso. Cada episodio nos sorprende con una inédita muestra de fabulaciones.
Toda la realidad es trastocada para sumergirnos en un mundo virtual donde se pierde el discernimiento para separar racionalmente lo real de lo virtual. Una guerra sicológica sin ética, tregua ni techo.
La capacidad de asimilación del electorado queda desbordada y atrapada por una avalancha de denuncias tremendistas fabricadas en la industria del terror. No bien se digiere una, se sirve otra que aniquila el efecto de la anterior.
La piratería informática suplantó a las encuestas en la construcción y medición de las percepciones colectivas, herramientas que quedaron definitivamente descalificadas. Los hackers y las agencias privadas de espionaje impusieron su “verdad”. Al final, se logró el objetivo: crear un ambiente de desconfianza en todo, retrato vivo del país que habitamos.
Una de las pocas cosas que ha quedado clara es el papel servil de la mayoría de los medios, que le negaron al electorado el derecho a la información veraz. Opiniones entregadas mercenariamente a los intereses de las candidaturas tradicionales. Dueños de medios con contratas del Estado; directores de diarios recibiendo canonjías y promesas de embajadas; grupos financieros —que todavía controlan medios a través de prestanombres— apostando y aportando a las dos candidaturas dominantes con líneas editoriales ambiguas y medrosas.
Vivimos un verdadero apagón de objetividad, donde la oscuridad del rumor nubla todo. Así no se forja una conciencia crítica, alta responsabilidad de los medios. Cuando la prensa pierde esa elevada perspectiva, se crean todas las condiciones de legitimación del poder concentrado.
La gran sorpresa para los que manipulan los medios es que la población ha madurado y sabe quién está detrás y cuáles intereses se resguardan en sus estrategias y agendas. Ya los tiempos en que la prensa era palabra de Dios pasaron. La gente común sabe a cuáles parcelas de intereses responden periodistas y “comunicadores”. El indigesto ejercicio de la opinión es tal que hoy es el principal resorte de esas distorsiones a la verdad y amplificador de la mentira retribuida. Pero la fuerza de esa industria se debilita cuando, en el silencio de la urna, el ciudadano imponga su verdad, aquella que negociaron muchos llamados a defenderla por el precio del honor. ¡Qué pena!
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