Era reconfortante que en una plaza comercial hubiera espacio para una librería. Hace algo más de siete años Thesaurus abrió sus puertas en Santiago.
Un catálogo de best sellers surtía sus mostradores balanceando la diversa oferta del centro comercial. La vecindad de la librería era muy exclusiva: Oscar de la Renta, Polo y otras marcas notorias. Ir de compras y sorber un capuchino en el pequeño café de cinco mesas ya no era una vivencia de grandes ciudades. Leer un libro en el recogido rincón de Thesaurus insuflaba un fino aire parisino. Tenía mis dudas sobre la sobrevivencia del negocio en un medio de escasos hábitos de lectura. Mis aprehensiones fueron confirmadas. Con el tiempo, la librería se fue achicando mientras se ampliaba el espacio del café. Hoy, cuando usted visite la Plaza Internacional en Santiago, puede disfrutar un té en el café Thesaurus, sin libros.
Esa muestra, a pequeña escala, expresa con contundencia nuestra nueva identidad social: consumista, banal y plástica. Las miserias conceptuales y espirituales son más profundas que las materiales. Tenemos altos déficits de ideas, conciencia y visiones. Los referentes de las jóvenes generaciones son el éxito económico basado más en las habilidades trepadoras que en el mérito retribuido. La formación se aquilata en la vulgaridad del “arte urbano” y en la ruidosa vocinglería de la opinión mercenaria que copa los medios de comunicación.
Las favelas mentales de nuestra sociedad son más sórdidas que los vertederos suburbanos, a pesar del pretendido elitismo de algunos. Antes, los periodistas eran asesinados por sus ideas; ahora mercadean sus conciencias. Antes, el académico deslumbraba; hoy aburre. Antes, el respeto lo inspiraba la impronta moral; hoy, la ostentación del dinero. Antes, existía el servidor público; hoy, el político empresario. Antes, llegaban los que lo merecían; hoy merecen los que tienen. Antes, las universidades eran espacios del saber; hoy son factorías tituladoras. Mientras no superemos nuestra pobreza espiritual no habrá riqueza material. Nuestro subdesarrollo no es de recursos sino de conciencia.
Mantener este rumbo es una locura. Pero cada quien está en lo suyo. Nadie asume como propio el deber del cambio. Somos una sociedad tan aberrantemente disfuncional que vivir sin desorden nos confunde y sujetarnos a las normas nos niega. Y es que hemos construido una nación que se tranca si se institucionaliza porque el principal negocio es el caos. El empresario sostiene el estatus político que critica mientras no le reditúa y el político embiste al empresario cuando no aporta. Al final un asunto de dividendos. El Estado es un fondo de comercio y la política un relevo de intereses.
No maquillemos el sucio; seamos realistas. No estamos mejor que antes; eso es retroceso. Es tiempo de empoderarnos como ciudadanos y exigir nuevos rumbos. Si es verdad que la soberanía está en el pueblo, démosle vida. Podemos tener nuestra propia primavera árabe. Ya está bueno de palideces, conformismos y pusilanimidades. Le tememos a las marcas y a las estigmatizaciones. Nosotros hemos vivido con ese tatuaje y no nos avergüenza. Decimos las cosas como las pensamos; muchos piensan cómo decirlas. Pasó el tiempo de pedir, llegó la hora de arrebatar.
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