Danilo encara un reto dialéctico inabordable: descubrir novedad en lo agotado; moral en la indulgencia; disciplina en la disolución y presente en el pasado.
Esperar cambios de fondo es necedad. El nuevo presidente es prisionero de las circunstancias. Nada trascendente podrá hacer bajo el imperio de ese severo constreñimiento. Llegó de la mano del pasado que quiere vencer y con la gente que aspira a diferenciarse. Su espacio de libertad es más exiguo que sus meritorias intenciones de cambio. Obrar en sentido contrario es políticamente suicida. Tendrá ineluctablemente que lidiar con ese karma. Eso debemos entenderlo aunque no lo comprendamos. Cualquier expectativa que no considere ese imperativo es tan ingenua como ilusoria.
La gestión de Medina cambiará las formas, los estilos o las apariencias, lo cual es valioso en las percepciones colectivas, pero poco podrá hacer con los oscuros intereses del pasado que buscan abonar futuro en algo menos de cuatro años.
El presidente ha tenido que callar, tolerar compañías indeseadas, confirmar calladamente rumores, tolerar tempranas malquerencias, descubrir realidades maquilladas, soportar imposiciones partidarias y transar en asuntos no deseados. Ese es el pasivo de ser segundo.
El castigo a la corrupción impune es tema cerrado, más cuando la conciencia ética del gobierno la encarna un cerebro político. Las muestras del laboratorio moral serán los funcionarios medios y pequeños de la pasada o actual administración, quienes deberán pisar muy fino, ya que serán los insumos más apetecibles de la expiación y las marcas publicitarias de lo “que nunca se ha hecho”. El primer ratón es Mario Acosta, que de director de prisiones se convierte en reo de su propio negocio penitenciario, mientras el tétrico expediente del senador sanjuanero es archivado respetando los pactos de “continuar con lo que está bien”.
Saludamos los bríos, empujes, intenciones y visiones del nuevo mandatario. Le perdonamos sus febriles desvaríos –como apagar el Palacio Nacional-. Él está conciente de que debe aprovechar y ampliar al máximo el espacio que le reservó el Comité Político -reminiscencia nostálgica del poliburó soviético- y, dentro sus límites, hará lo necesario para quedar bien, lo cual es loable, pero en la medida que el tiempo avance de forma más aventajada que el cumplimiento de sus promesas, la población le exigirá más y la cara del pasado en su administración la hará inevitablemente repulsiva e intolerable. Entonces será tarde para hacer rupturas, porque se entenderán como políticas, por su cercanía al 2016, año en que se desplegarán de nuevo las fastuosas alfombras rojas para el regreso de eras principescas.
De todas formas, el presidente necesita el apoyo conciente de una población más empoderada, ya que si las presiones sociales se hacen más frontales mejores excusas tendrá el mandatario para desatender pactos políticos y abrirse campo a decisiones más soberanas. Ojalá que el presidente nos sorprenda y estas ponderaciones queden como resabios de un fatalista. Pero no somos “indios”.
El nuevo presidente tiene una conocida tradición de lectoría bíblica. En su discurso de toma de posesión apeló a una sentencia del Maestro tan manida como sabia: “por sus frutos los conoceré”. Medina debe modular con realismo sus ofertas de cambio y aquilatar su pensamiento de estadista con la sabiduría bíblica que también revela otra verdad inefable: "Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo; porque tal remiendo tira del vestido y se hace peor la rotura. Ni echan vino nuevo en odres viejos; de otra manera los odres se rompen y el vino se derrama y los odres se pierden; pero echan el vino nuevo en odres nuevos y lo uno y lo otro se conservan juntamente." (Mateo 9:16 y 17). ¡El que tenga oído para oír, que oiga!
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