Al margen de las reservas generadas por su displicencia en atender reclamos legítimos de la sociedad, Danilo Medina envía señales persuasivas en la forma de administrar el Estado.
Y una de las más inequívocas ha sido la democratización de los procesos de licitación de las obras públicas. La experiencia reciente de los sorteos para la ejecución del programa de construcción de aulas escolares ha sido reconfortante, así como el anuncio de la construcción de viviendas a bajo costo a través de fideicomisos con fondos de pensiones.
Un presidente sin arrogancias, ínfulas ni estridencias está demostrando convincentemente que el poder no es para sostener envanecimientos ostentosos ni para privilegiar a un grupo élite empresarial que suele estrechar y condicionar sus espacios de movilidad y de decisión.
En los pasados gobiernos hubo una concentración de las obras de gran presupuesto entre una logia de contratistas. Estos, además de ser los beneficiarios de las concesiones hechas a través de licitaciones tramadas, le llevaban al Gobierno propuestas de obras públicas infladas y cobraban con preferencia las cubicaciones. Un negocio redondo. Mientras eso pasaba, las pequeñas empresas de ingeniería y construcción languidecían por falta de trabajo. Estos grupos empresariales tienen la ventaja desleal de contar con cabilderos de alto nivel para obtener las contratas más suculentas.
Ese esquema corporativista en la asignación y gestión de las obras públicas drenó muchos recursos a cuentas privadas en la banca offshore y lesionó las finanzas públicas de forma severa e impune, convirtiendo a sus socios —funcionarios y empresarios— en magnates con bolsillos atiborrados pero imágenes repulsivas.
El gobierno para la gente, como el prometido por Medina, se suele asociar con misiones sociales asistenciales a favor de los pobres, pero “gente” es también aquel profesional con talento excluido de las legítimas oportunidades del Estado por carecer de los apalancamientos políticos, clericales y empresariales que le permitan prestar su trabajo o acreditar su capacidad en condiciones de equidad e igualdad participativa.
El Presidente se debe cuidar de esos buitres encorbatados, sin considerar la aparente nobleza de sus promotores morales; al final, lo que quieren es negocio. Sus desbordadas apetencias, vestidas de fundaciones, asociaciones o patronatos, no conocen fronteras.
El faraonismo deslumbrante debe ceder a la atención de las soluciones comunitarias menudas y focalizadas prestadas a través de profesionales de esos espacios que conocen y padecen sus miserias. El Gobierno no es una empresa.
¡Bien, señor Presidente!, esa forma nos convence.
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