La dignidad escolar se viste de kaki y azul cielo. Un uniforme que estigmatiza a quienes lo usan. Son los soldaditos de las escuelas públicas. Saben más de penurias que de matemáticas.
En los archivos de sus vivencias no aparecen fotos de Disneylandia ni de la nieve invernal de Aspen. Sus días discurren pesadamente, como el lento péndulo de la rutina. No hay emociones distintas en su calendario; la vida es lineal, confinada a una ruta obligada: de la escuela a la casa y viceversa. Las vacaciones son más tiempo en casa y su premio es levantarse quizás más tarde. Después, todo es como siempre.
Están condenados a la esperanza, alimento vital para aliviar la crudeza de su presente. Por eso tienen más fuerza de futuro, única motivación que despliega horizontes y provoca ilusiones de vuelo. Sueños de médicos e ingenieros quedarán enredados en las ruedas del motoconcho o regresarán como fantasmas en las soledades nocturnas del guachimán cabeceado o serán ahogados con encono en el ron más barato servido en burdeles perfumados de semen.
Sus correrías por el patio escolar ensayan una libertad atada a los grillos de la miseria; una carrera de cara al viento como quien desafía la vida sin miedo.
Esa es nuestra niñez, la de kaki y azul cielo, aquella que tendrá que salir a flote a expensas de duros coñazos. De presencia anónima en las estadísticas que miden lo que no tenemos. Lleva sobre sí la mancha que marcará socialmente su vida: haber salido de una escuela pública, un gueto de “educación”. Honrosa afrenta a la “sociedad del conocimiento y la información”. No es tremendismo ni juego metafórico; los hechos reviven la historia: leche envenenada por los mercaderes sin corazón o por el moho de la irresponsabilidad indolente. Eso es criminal. Desentraña el tamaño de la maldad o la perversidad del comercio bajo. Intereses infernales nacidos en las oscuridades del poder económico.
Las intoxicaciones escolares, estampas ya rutinarias, reencarnan, en cada estudiante, el dolor de Eva Picková, una niña judía confinada en el gueto de Nymburk, en los tiempos de gloria del Tercer Reich, que escribió este poema antes de morir y que dedicamos con rabia a los agentes del neonazismo lácteo dominicano:
Hoy el gueto sabe de otro miedo
En su mano cerrada, la muerte empuña una guadaña fría.
Una enfermedad maligna esparce el terror a su paso.
Las víctimas anonadadas lloran, se retuercen.
El alma de un padre revela su espanto
Y las madres se toman la cabeza con las manos.
Los niños se sofocan, el tifus los mata.
Es despiadado el tributo que se paga.
Aún me late el corazón dentro del pecho
Mientras los amigos parten a otros mundos.
¿No sería mejor –quién puede saberlo-
En vez de esperar esto, morir ya aquí mismo?
No, no mi Dios. ¡Vivir queremos!
No velar a tantos de los nuestros que se desvanecen.
¡Queremos tener un mundo mejor,
Queremos trabajar, no debemos morir!
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