¡Coño!... a eta vaina le van a hacei caso cuando le arranquen la vida a uno de lo grande. Y ahora quién me devueive a mi hijo… ¡maidita policía, maidito gobierno¡… ¡Hagan aigo!… ¡coñooo…!
Era el grito desgarrador preñado en las laceradas entrañas de una madre mientras destrozaba el féretro de su hijo con la ira de la impotencia. Un joven de 19 años yacía pálido e impávido en un barato ataúd mientras las sedientas cámaras de los noticieros recogían los furibundos testimonios de la vecindad agolpada en la maltrecha casucha. Todos decían que era un estudiante meritorio y que le dieron dos balazos para quitarle una “pasola”: otra cifra estadística, un insumo noticioso y una estampa rutinaria de las hostiles vivencias barriales… nada más.
¿Qué pasaría si la osadía del crimen desafiara, con sádica irreverencia, a uno de los apellidos nobles? Los editoriales de la prensa calificarían como “abominables”, “execrables” e “intolerables” los actos de la delincuencia. El tema coparía dos semanas de torturante y obsesiva presencia en los 836 espacios de opinión de la radio y los 332 de la televisión. No faltarían enérgicos comunicados de condena de las asociaciones empresariales y subsidiarias. El Presidente convocaría a todos los sectores “vivos de la nación” a una alta cumbre de dos días, bajo coordinación clerical. Se nombraría una comisión de “juristas reciclados” para que en el término de un mes elaborara una reforma al Código Procesal Penal, la cual se aprobaría de urgencia a través de una comisión bicameral. Si el FMI lo permite, se gestionarían empréstitos soberanos para sostener programas improvisados de reforma policial, con los consabidos negocios en las contrataciones. Los candidatos anunciarían compromisos solemnes con la nación para establecer, como alta prioridad, la atención a este problema. Se lanzaría a las Fuerzas Armadas a las calles. Se clamaría con vehemencia por la pena de muerte. Los operativos “preventivos” de la Policía Nacional aumentarían en número y en sobornos. Las ejecuciones policiales serían bendecidas. La catedral primada de América se convertiría en una tribuna profética de implacables admoniciones. Los teóricos de siempre analizarían el impacto de la delincuencia en los sectores de incidencia en el PIB. Una cruzada nacional con sombrillas negras arroparía la vida dominicana. Toda la televisión nacional pondría en negro por un minuto la imagen de señal, en digna protesta contra la violencia.
Podrán calificarnos de crueles, insensibles y mordaces; lo aceptamos. Pero jamás desmentir nuestras aprehensiones ni crudas valoraciones. En esta sociedad de dobleces y aburridos protocolos verbales, ser franco es un pecado. Nos cuesta admitir que vivimos una ficción y que cualquiera que nos despierte de ese autoengaño narcótico es un resentido o un idealista. Seamos sinceros, mientras la sangre no manche las finas alfombras de las villas o perturbe la placidez de los que socialmente valen, no habrá cambio en las respuestas. Cuestión de espera. Lo demás serán números de expedientes y notas estadísticas que alimentarán índices y mediciones. El consuelo de los parias seguirá siendo el grito del infortunio sin eco: ¡coñooo…!
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