No sé si para todos los que llevan el mote de dominicanos el nombre de Duarte les provoque todavía alguna evocación inspiradora.
Si así fuera, razones habría para conservar alguna esperanza, pero dudo que su memoria —si alguna queda— sugiera algo más que un vago dato histórico, tan frío como insustancial.
La celebración del bicentenario del patricio promete correr la suerte de otras campañas ciudadanas, jamás al nivel de la pasada First Lady —¡Bien por Ti!—. Y es que cuando el valor patrio pierde sus latidos en la conciencia popular no hay motivación que pueda convocar sinceras devociones.
Duarte se aleja del pensamiento dominicano, aun más cuando las generaciones que emergieron de su martirio exhiben sus más distintivas marcas mundiales en conquistas tan dignas como corrupción, prostitución e iniquidad social, o cuando la dominicanidad es una condición afrentosa cuyo tránsito en el mundo precisa del indecoroso aval de un visado.
Duarte es hoy un nombre hueco, de presencia anónima y referencia nominal; un modelo sin encarnación, un ideal infecundo, una excusa retórica. No cabe en el mundo de Spiderman, de Justin Bieber o de Lady Gaga, superhéroes de talla planetaria. Duarte, pendejo de nuestros tiempos, ve glorificada su desvencijada memoria en una aburrida lección de clase, en una calle polvorienta, en un peso cuarenta y un veces devaluado y en un 26 de enero de playa y mambo.
Y razones sobran para borrar a Duarte. Su vida fue la negación de lo que hoy somos. Un idealista sin “cuartos” ni éxito, ni relaciones ni credenciales.
Duarte no interpreta adecuadamente esta sociedad enajenada por la cultura del mercado global, de banales adicciones consumistas y hábitos hedonistas. En ella su empresa libertaria sería estigmatizada de “populista”; su ideario, letra de un merengue urbano y su sacrificio, expresión de una vida desadaptada. Ese Duarte no se parece a lo que somos, o viceversa. Total, poco importa; hemos vivido como nación a nuestra manera, sin obligadas ataduras a nostalgias históricas. Mientras tanto, Duarte seguirá prestando su nombre para surtir de protocolos los tediosos discursos patrios. Nada más. Y mucho es.
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