Es cierto, el narcotráfico, como organización criminal y comercial, ha lacerado la débil piel de nuestras instituciones y la nación debe reaccionar con celo e impenitencia. Pero también es innegable que el tema ha abierto escenarios y excusas para la notoriedad pública y la manipulación política.
Que se recuerde, ningún hecho reciente ha despertado tanto delirio y aparatosidad que la búsqueda de Sobeida Félix Morel. El morbo público no duerme por la estridencia del montaje. Quizás cuando esta opinión salga al público, la nueva diva del crimen haya al menos dejado una nota de su destino. Esto es sencillamente ridículo.
Ahora la moral pública es unitemática. Una pléyade de quijotes crudos ha convertido “esta lucha” en su medio de vida. Claro, sin el coraje de revelar un nombre o denunciar un hecho concreto. Así es fácil abanderarse.
Los constructores de opinión y percepciones públicas dividen la ética entre los que hablan o no del narcotráfico. Esto es un esnobismo peligroso. Es ahora, y solo en ocasión del tema, que se habla de depuraciones de precandidatos a cargos electivos, como si en sus demás manifestaciones la delincuencia política estuviera redimida de todo vicio.
Vivimos un reduccionismo moral hipócrita y pernicioso. En nombre del narco, se crucifica a una jueza que valoró su criterio sobre la base de la ley, sin embargo se olvida la decisión del presidente de la República cuando indultó, por pura complacencia, a una ejecutiva bancaria ya condenada de modo firme, por uno de los fraudes bancarios más grandes del mundo. Obviamente, en esta ética pública situacionista, el delito de cuello blanco es una venalidad menor.
Históricamente la corrupción pública le ha hecho más daño al país que el narcotráfico como fenómeno reciente. Frente a ella solo ha habido impunidad, complicidad y olvido. Ahora, el narcotráfico, único crimen socialmente reprochable, se manipula para blanquear o lavar la propia corrupción que lo prohijó. ¡Que ironía!
Ese “combate” irresponsable y retórico que se libra en las cámaras de televisión, ávido de protagonismos y vigencias públicas, banaliza la verdadera lucha, aquella que no se diluye en denuncias genéricas o académicas y que asume riesgos reales, como la que encarna el senador Wilton Guerrero, único político dominicano con la autoridad para hablarnos de cómo se enfrenta dignamente la empresa del crimen.
Para la corrupción pública no hay aviones Tucanos ni radares que monitoreen su comportamiento. No hay narcotráfico sin corrupción. La relación es causal y simbiótica. Una lucha efectiva debe atacar las causas y no simplemente los efectos. Eso creemos.
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