Vuelven a causar escozor las exoneraciones de vehículos a los legisladores.
Algunas organizaciones civiles evalúan de nuevo el impacto fiscal de esta burda “distorsión”. Los medios le dan eco a esta embestida y el pueblo se indigna. Esta historia ya la habíamos vivido; el tiempo se encarga de apagar su ruido... y fin.
Si yo fuera senador de la República anduviera engreído en mi Ferrari y razones tendría para hacerlo.
Esperaría que las mismas organizaciones defensoras del erario público contabilizaran con igual celo las exenciones históricas a la Iglesia Católica Romana que por mandato de un tratado internacional, llamado Concordato, desde el 1954 no solo le reconoce exenciones de todas las obligaciones fiscales, sino que le impone al Estado dominicano la obligación de construirle templos, casas curiales y hasta la residencia cardenalicia. Probablemente el ahorro fiscal del desmonte de estos privilegios solo en 20 años representaría el reclamado 4% del PIB para la educación en los próximos dos años.
Pasearía con donaire por la avenida George Washington disfrutando la provocadora furia de sus caballos de fuerza, a la espera de que esas dignas organizaciones investiguen cómo un general de la policía, con un sueldo de sesenta mil pesos, tiene villas en Casa de Campo y disfruta la placidez del retiro sin volver a trabajar, mientras su honorabilidad mantiene íntegra su virginidad.
Pisaría el acelerador para excitar la adrenalina de mi cuerpo, hasta que me expliquen cómo empresas oligopólicas tributan muchas veces lo que paga un profesional mientras los gobiernos tienen que asumir acciones proteccionistas imponiendo barreras arancelarias a la importación de bienes competitivos como retribución a favores electorales.
Frenaría de golpe para disfrutar la seguridad de su sistema ABS, mientras la inmaculada representación de la sociedad civil cuantifique el costo de las compensaciones pagadas por los gobiernos a ciertos grupos económicos a través de contratas de bienes, obras y servicios otorgados de forma privilegiada y con presupuestos inflados.
Echaría una corrida, como jevito consentido, por la Lincoln a la espera de que por fín esas entidades se atrevan por primera vez a dar un seminario sobre responsabilidad social corporativa y denuncien los lobismos empresariales en pasillos de poder con la misma vehemencia que denuncian la corrupción pública.
Así, “que se mueran de envidia toditos”; con la próxima exoneración vengo en un Lamborgini.
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