En una nación parida del autoritarismo las consultas a la sociedad sobre políticas públicas son interpretadas como debilidades del gobierno. Estamos acostumbrados a la imposición como ejercicio vertical y discrecional de la autoridad. Un presidente muy abierto se percibe como flojo.
Esa rancia concepción se resiste a claudicar, asumiendo como invasiva cualquier participación de la sociedad civil en la toma de decisiones estatales. Cuando el gobierno somete decisiones trascendentales al escrutinio de sectores representativos de la sociedad, del lado oficial asoman celos y sospechas.
Los apologistas del absolutismo estatal deben entender que los gobernados no solo eligen a sus representantes para que asuman como propios los derechos delegados y que la sociedad tiene toda la soberanía para exigirle cuentas a sus gobernantes sobre la gestión de la cosa pública. Este dilema ha aflorado en ocasión de la reforma fiscal.
Danilo Medina ha rescatado esa imagen perdida del presidente sensible, abierto y realista. Si mantiene esa actitud, como expresión sincera y consistente de su impronta, ganará simpatías insospechadas. El presidente inaccesible, envanecido, desconectado y sobrestimado causa repulsión en tiempos de crisis. En la bonanza, las sociedades son más indulgentes y le perdonan al presidente sus complejos e ínfulas egolátricas. El tiempo del esplendor fue una ilusión, precisamos ahora de un presidente de carne y hueso; más terreno y menos cósmico.
El estilo de Danilo es absolutamente compatible con el trance que vivimos: mortal, sobrio, sensible y conectado. Ojalá esta revelación de su sencilla personalidad no sea una pose artificiosa ni aislada. Esa forma, por lo menos, nos convence y legitima el origen espúreo de su ascenso.
El presidente debe elegir entre la aprobación de la sociedad o la agenda política de su partido. Este es su turno y nadie tiene que subordinar su visión y aspiración a los intereses de la burocracia partidaria o a las veleidosas gratitudes políticas. El juramento de “servir al partido para servir al pueblo” debe ser invertido en fondo y forma por una nueva fórmula: “servir al pueblo y, con ello, servir al partido”; honrarla será la mejor manera de legitimarse. Dentro de su partido existen intereses que apuestan a su fracaso para validar el modelo de liderazgo místico, responsable del dispendio demencial que nos precipitó al abismo fiscal. Su alianza y compromiso debe ser con la sociedad dominicana. Muchos, en su partido, lo perciben como un puente para garantizar la continuidad del modelo exitoso que le dio movilidad social a gente descalza que hoy exhibe fortunas irritantes. El futuro político del nuevo gobernante lo determinará su franco distanciamiento de esas intenciones. Su oportunidad es tan brillante como la decisión de surcar su propio destino. El presidente tiene la palabra.
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