Perdonen que escriba en primera persona. Sé que no es propio. Lo hago como recurso meramente ilustrativo y testimonial.
Mi padre, a la edad de 76 años, tuvo muchos padecimientos físicos. Presentaba un cuadro complejo pero, al parecer, no crónico. Inclementes dolores de huesos, próstata, estómago y riñones punzaban su cuerpo como filosas saetas. Sus últimos tres meses fueron aciagos. No salíamos de un consultorio o de una sala de imágenes. Visitamos muchos especialistas sin resultados certeros sobre las causas de su estado. Más de ocho diagnósticos imprecisos y contradictorios. Ya impotentes, acudimos a un famoso neurocirujano para que nos refiriera a un facultativo de experiencia y este optó por auscultar a mi padre. Al concluir sus exámenes dio el diagnóstico correcto: un cáncer prostático había hecho metástasis en varios órganos periféricos. Le puso días a su vida y la muerte llegó en el tiempo infaliblemente pronosticado. En medio de la angustia, sentí profunda admiración por el Dr. José Joaquín Puello Herrera, un alto orgullo nacional.
En la soledad del alma, mis recuerdos sobre el hombre que yacía en el féretro fueron súbitamente invadidos por un sentimiento de encono al recrear las opiniones médicas tan absurdas que conllevaron tratamientos equivocados y tiempo perdido. Me prometí no confiar jamás en un diagnóstico sin confirmación calificada internacional. Como académico y abogado pensé en la deprimente preparación de los profesionales del Derecho y la comparación resultó inevitable. En mis adentros me dije: “¿qué distancia puede separar la calidad de esa práctica médica con la de tu profesión?”; “¿acaso hay diferencia?”. Sentí resignación y me acordé del lugar donde nació y vivió el hombre que eternamente despedía: República Dominicana. Esta historia tiene ocho años. Las cosas han empeorado y la mediocridad se ha profesionalizado, gracias a la irresponsabilidad política y a la insensibilidad empresarial.
Hace algunos días, reviví interiormente esa indeseada sensación cuando leí en el Informe de la UNESCO el lugar que ocupa el país en la escala mundial de la calidad y cobertura de la educación; luego me enteré de las quejas de estudiantes de Derecho de una “universidad de prestigio” sobre las inenarrables deficiencias docentes. Ya no pensé en mi padre, sino como padre… la frustración fue mayor y la decisión más firme: “Sebastián, mi hijo, tendrás la educación que te mereces”. Estoy ahorrando para llevarlo a un lugar donde la academia se respete y el talento retribuya. Probablemente otra fuga de cerebro. ¿Criterio elitista, egoísta e insensible?; quizás. Pero esta vez no habrá remordimientos; ¡en nombre de mi padre! Muchas gracias, políticos dominicanos.
Escriba al editor:;
<
|