Estamos orgullosos de tener un mandatario elocuente, conciliador y de buenas maneras. Virtudes que cobran más brillo cuando se comparan con la locuacidad patética, la forma llana y el estilo tosco de su predecesor.
Pero llega el momento en que la admiración se agota, sobre todo cuando las condiciones que la sustentan no resuelven o no sirven para mucho. Eso pasa con Leonel Fernández.
El presidente debe sacudirse de un cerco cada vez más ahogado de lisonjeros que le permita abrir brechas a la sana crítica y a escuchar verdades claras. El momento que vive la nación no resiste rebuscamientos verbales ni selectos eufemismos para reclamarle a su primer servidor un cambio drástico y presuroso de actitud. El rumbo que llevamos demanda menos del presidente y más del gobernante.
Existe una afirmada percepción de que el país ha perdido el control y que la magnitud del desorden sobrepuja la capacidad o la disposición del gobierno para revertirlo. No se advierte una actitud del mandatario que responda a la gravedad de la crisis. Al contrario, las señales transmitidas hacen pensar que se gobierna a un país distinto: dispendio y gastos cuando las finanzas públicas revelan déficits alarmantes; corrupción pública premiada con indultos, canonjías y justificaciones retóricas; narcotráfico combatido en los medios con criterios de espectacularidad hollywoodense. Mientras este cuadro horroriza a una nación insegura, el palacio nacional consume su rutina de despacho con un presidente que recibe la corona de los Yankees de New York como premio a su desidia.
Señor Fernández, nos cansó el presidente de las hondas elucubraciones académicas, de los foros internacionales, de los problemas globales, del diestro manejo comunicacional; ahora queremos menos ilustración y más carácter; menos representación y más gobierno. El pueblo urge de un gobernante.
Mientras el país mantiene uno de los índices más altos en la percepción de la corrupción, en sus casi tres periodos de gobierno a usted le ha faltado “coraje” para destituir a un solo funcionario de relevancia por esta causa; mucho menos para procesarlo. Su respuesta a la corrupción es maquillada, medrosa y, como siempre, académica; procurar expertos internacionales para que la estudien y la midan es irresponsable. La nación no merece esa mofa. La corrupción no es un virus que precisa de análisis de laboratorio; tiene nombres y apellidos y está a su lado. El problema es de valor y compromiso con la nación. Olvidó fácilmente esa lección moral de su maestro.
Francamente hablando, ignoramos qué pesa más en usted: si su proyecto de realización personal en la presidencia o su trascendencia como gobernante. Si su intención es el primero, entonces le aconsejamos seguir su carrera, quizás en ese curso el país tenga la honra de contar con un futuro secretario general de la OEA o de la ONU, pero el alto deber nos obliga a recordarle la pérfida historia de Carlos Salinas de Gortari, seguro candidato, en su momento, a la alta dirección de la OMC, vapuleado por la crisis moral más turbia de la historia mexicana. Hoy su elogiada gestión es un montón de viejos escombros.
No sabemos qué tan difícil es el reto de revertir las cosas, pero sin pecar de simplistas, a usted, que ha mostrado un fino conocimiento teórico de nuestra realidad, le bastará con trocar las palabras por las acciones, los discursos por políticas y las promesas por compromisos. Esa es la diferencia entre dirigir y gobernar. Tampoco sabemos si le queda carácter para eso. Es su turno.
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