El debate nacional es predecible, rutinario y mimético. Sus ideas se desgastan por la repetición y se desprestigian por la desatención. Es un surtido de chicles masticados por los que ostentan el derecho de opinar con autoridad reverencial.
El dominicano promedio oye, no escucha; a veces entiende, pero no comprende; repite y no analiza; cree, mas no cuestiona; valida sin analizar. Los medios de comunicación —ideales agentes de formación— reciclan esa dinámica y dan eco a las ideas más sazonadas que llegan como precocidos a las mentes más deleznables. Las reciben y, como resorte, las sueltan sin rozar siquiera una de sus macilentas neuronas.
Estos enlatados conceptuales, ya vencidos, son consumidos como el pan enmohecido que atrofia el paladar de nuestra conciencia a gustos más exquisitos. Una dieta tan pobremente repetida nos convierte en sociedad anodina, cursi, superficial y de recónditas carencias creativas. Los clichés son fórmulas que surten la retórica irrealizable de los políticos, el disimulo de la mediocridad académica y la doblez moral de la alta religiosidad.
“Proyecto de nación”, “desarrollo autosostenible”, “concertación social”, “brecha digital”, “inclusión social”, “gasto social”, “alianza programática”, “desarrollo institucional”, “presupuesto participativo”, “Estado social y democrático de derecho” son parte de la confitería terminológica sociopolítica, tan ampulosa como incrédula.
“Reforma fiscal integral”, “globalización”, “trasparencia”, “competitividad”, “marca país”, “agenda de desarrollo”, “inserción global”, “presión tributaria”, “visión-misión” y “gobierno corporativo” son manoseados conceptos de nuestra comunidad empresarial organizada que reflejan más poses de pasarelas que convicciones alentadoras, salvo los temas tributarios, obviamente.
“Sociedad más justa y humana”, “corrupción sistémica”, “crisis de valores”, “marginalidad”, “diálogo y concertación”, “mediación social”, “sentarse a la —famosa, añado— mesa del diálogo”, “unidad de la familia dominicana”, “sueño de nuestros patricios”, “flagelo de las drogas” e “insensibilidad política” son parte de la homilética clerical más ritualista.
Este lenguaje de pura forma expresa de manera abstracta nuestra cotidianidad y estrecha el camino a nuevas perspectivas de pensamiento y acción. Es meramente retratista e instrumental; no provoca ni empodera ni tiene capacidad para articularse concretamente porque no está atado a ingenierías ni a compromisos. Carece de traducciones pragmáticas y se diluye en la denuncia como simple lamento de nuestras entumecidas miserias.
La sociedad dominicana ya no quiere divanes para vaciar sus penas en consultorios psiquiátricos; exige resultados, acciones y obligaciones; no intenciones. Quiere que le digan cómo enlazar constructivamente lo que tiene con lo que carece. La palabra de hoy es el “cómo”. Hay una crisis del “cómo” en todos los espacios de poder. Los gobernados reclaman a su liderazgo —pretendido o formal— reorientar el pragmatismo divorciado de la retórica a resultados más coherentes y efectivos. Nos hartamos de las palabras, y más de las cansadas.
El que se resiste a los reverentes clichés es estigmatizado; no forma parte de la comunidad de opinión que impone la sociedad formal o la formalidad social. Es un aislado o desadaptado —o eufemísticamente resentido—. Para ser bueno y aceptado en el medio, sin sufrir miramientos sospechosos ni exclusiones prejuiciosas, es menester saber y hablar, como credo, el lenguaje de los que han asumido por imposición fáctica o formal la calidad de líderes o referentes de autoridad. Hay que jugar al servilismo y decir: “como dijo el…”. El que habla en nombre propio y sin avalar su juicio en los pronunciamientos de las autoridades oficiales del pensamiento y la moral, únicas que merecen la atención pública, es un don nadie. Nos da pena ver a jóvenes políticos con sueños presidenciales asumir gestos y hasta matices de voz de esos íconos para validarse. Se quedarán en la copia, porque la sociedad se cansó de ese replicado modelo y busca opciones frontales, osadas y contestatarias. Y es justo que así sea; hasta los más conformistas piden que le cambien el arroz, las habichuelas y los espaguetis. Todavía quedamos muchos inconformes…
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