El problema dominicano es que los que pueden hacer no quieren y los que quieren, no pueden.
¿Quiénes pueden? Los intelectuales. Esos cuyo vuelo rebasa el enanismo mental de los que usan los intestinos como neuronas. En un tiempo sirvieron para algo; hoy, ¿quién sabe?: buenos para nada; desvanecidos en la intranscendencia más diversa. Muchos, en su enajenación al sistema, perdieron olfato moral para repugnar sus propias pestilencias. La conciencia de algunos se pasea en una Lexus y se expresa en giros bancarios de seis dígitos. Antes, iluminadores de caminos; hoy, cortesanos del capital financiero amoral.
Puede el gran capital empresarial, arquitecto del desarrollo y de las visiones más audaces y creativas, misión en desbandada por la bárbara lucha de los intereses corporativos en esta caverna mercantil. Sustraídos de la ruina social que vivimos y plegados al poder como empresa; críticos protocolares del sistema político que validan cada cuatro años apostando por sus pobres ofertas y modelos como en una subasta al pregón, para luego pasar facturas y manipular políticas públicas.
La iglesia tradicional, agente eminente de transformación espiritual; “sal y luz” del mundo. Avasallada por una casta clerical entronada sobre el servilismo sacralizado de una fe medieval. Representantes no sé de cuál dios en el establishment, no para denunciar, con vigorosa voz profética, sus vicios, exacciones e iniquidades, sino para bendecirlo mientras perduren en él sus innegociables privilegios.
Los medios masivos, liberadores de conciencia y constructores de opinión. Redescubiertos como negocio para condenar, absolver, denostar, condicionar, lastimar, prejuiciar, embrutecer... y mil diabluras. Democráticamente abiertos para que todos vacíen sus resentidas vidas mientras no afecten los intereses de sus dueños, y asertivamente selectivos para captar sus cajas de resonancia en el barato y mercenario mercado de la “nueva comunicación social”.
¿Quiénes quieren pero no pueden? Casi todos; una masa de vivientes amorfa, acéfala y difusa, que respira apretujadamente en un espacio insular más pequeño que sus miserias. Esos que hacen historia de la cotidianidad sobrevivida. Los súbditos de los cuatro párrafos anteriores. Los hay de todo tipo: mercancía humana, pensadores gástricos, intelectuales vaginales, conformistas, adocenados y miserables. Cuentan para los números, los votos y las estadísticas; se les llama mercado electoral, masa de consumidores, usuarios o abonados, dependiendo del tipo de manipulación para la que sirven; contabilidad humana y nada más.
Y… ¿quiénes quedan? Los políticos. Dueños del poder formal, receptores de todas las críticas, responsables de todos los infortunios, destinatarios de todas las maldiciones, blanco de todos los tiros, encarnación de todos los males. Pero sucede que esos bichos nadan en las contaminadas aguas vendidas a sobreprecio por empresarios, descompuesta por la mugre de la opinión mercenaria y vanamente purificada por agua bendecida en igual fuente.
Por eso, antes de que las sillas rotas del quebrado PRD nos avergüencen, debemos sentir contrición por la arropada suciedad de nuestra sociedad. En aquel cuadro de lucha al menos se revelan las cosas como son; en otros, se cubre la podredumbre, se perfuma el hedor, se maquilla la lepra y se esconden los cadáveres. Esta sociedad necesita más sillas rotas para que comprenda, aun por trauma, que el progreso de “pensamiento” ha sido apariencia embustera y que en el fondo perduran los mismos barbarismos, aunque en envases estilizados por una modernidad plástica.
En eso, PRD somos todos; cada quien, pues, a su silla.
Escriba al editor:;
|