Una cadena de majaderías arma nuestra rutina. La bagatela de los debates públicos convierte a la trascendencia en un valor cada vez más escaso en la noticia dominicana.
La atención del país fue distraída con un espectáculo anodino que reclamó soberbiamente su pretensión noticiosa. Después de un mes aspirando el repulsivo olor del pollo despreciado por los haitianos, y todavía con los huevos amontonados en la frontera, se desató hace unas semanas un debate sexista sobre el nuevo embajador americano porque la moral machota del país quiso ponerle veda a sus rosadas credenciales diplomáticas. Esto, en medio del eterno pleito conyugal entre Hipólito y Miguel, en el que solo al PLD le interesa meterse.
No sé cuál será el divertimento nacional cuando este desahogo editorial salga a la luz, pero no dudo de que la trivialidad siga aportando su tedio a una sociedad que perdió el sonrojo.
La banalidad de nuestra vida que, como un inacabado bostezo, aburre iniciativas creativas y trascendentes, me ha convencido de que la mierda, como realidad existencial, merece de una digna reivindicación secular. Quizás esta reflexión, como la sexualidad del pobre James ‘Wally’ Brewster, nos retribuya con algunas cancelaciones moralistas de suscripciones a la revista, pero una defensa a un desecho tan desdeñado merece todo el riesgo solidario.
Según Wikipedia (la fuente más socorrida por nuestra intelectualidad de microondas) “la mierda (del latín merda) es el resultado del proceso digestivo, y se refiere a los deshechos fecales de un organismo vivo, normalmente expulsados del cuerpo por el ano”. Esa connotación tan cotidianamente obvia no nos importa, de ella saben más la letrina y el inodoro.
La mierda tiene una poderosa razón epistemológica y es la de mitigar el peso emocional de vivir en una sociedad endémicamente disfuncional donde hay que defenderse de todo: del Estado, de los representantes elegidos, de los encargados de la seguridad pública, de los delincuentes. ¡Mierda! ¡Mierda!: es un cauce expresivo para conducir o vaciar los desahogos más viscerales de la impotencia.
La mierda, como ejercicio terminal de la digestión humana, es una condición que, desde la perspectiva sociopolítica, nos equipara justamente. Es de las pocas situaciones que nos iguala hasta en la posición humillante para descargarla, privilegio que alcanza dimensiones inabordables en sociedades desequilibradas como la nuestra, donde la evacuación tiene receptores tan diferentes como el inodoro, la letrina y el monte, pero, a la postre, ¡la misma mierda! Defeca el estadista, el artista, el político, el empresario, el obrero, el cura, el delincuente; y algo más sublime: ¡con igual pestilencia! La mierda no tiene grado ni rango de fetidez ni considera los elementos aromáticos de su composición, ni las propiedades de la ingesta ni la extracción social de sus expulsores para sofocar a cualquier inhalación humana. La placidez que reporta su deposición convierte a la mierda en una de las experiencias hedonistas más plenas; la disfruta el pobre y el rico con igual placer sin más inversión que un bocado de comida, tan gourmet como un caviar o una carne de bisonte o tan sabroso como un mondongo. La mierda se erige así como un icono universal de la democracia fecal.
La mierda filosóficamente confronta dos verdades antagónicas: el materialismo y el espiritualismo. Como desecho natural de lo que ingerimos, confirma la verdad de que la materia no perece, solo se transforma; pero ese axioma (difícilmente armonizado en la mente humana con el espiritualismo) tiene, en el ano, un fluido entendimiento ontológico, porque, aún como materia, el excremento nos recuerda que, al final de todo, somos pura mierda y que, como tal, hace al hombre acreedor de una aspiración más trascendente y digna después de la muerte.
La mierda tiene otro valor, que es categorizar intelectualmente al hombre. Así hay inteligentes, sabios y come… (coprófagos). Estos son los estúpidos presumidos que, con el sortilegio de sus palabras o la ostentación de sus haberes o abolengos, pretenden vanamente convencernos de que su boca no es un ano y que su ano no es su mente ¡Mierda, qué estúpidos!
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