El país se consume. Eso es preocupante, pero no parece.
Fuera de los petardos avivados por la “sentencia patriótica” del antihaitianismo nacional, la sociedad languidece a los pies de la apatía. No hay asombro, bochorno ni pavor. Nos estamos acostumbrando a la sangre, al robo y a la mediocridad sin reproches ni culpas. Cada quien se resguarda en su escondrijo cerrando ojos y oídos a la lenta muerte de la esperanza.
La nuestra es una sociedad rendida que perdió fe y fuerzas. Eso es más grave que la disolución que nos quiebra. La corrupción ganó nuestra débil resistencia. Compró dignidad y valor para entronarse por la fuerza. Moralizó, a su libertina manera, las trampas; honró a los villanos y llamó bueno a lo malo. Hoy somos una nación mancillada sin tino ni decoro que aprueba, con su silencio, la pudrición de sus raíces.
El dinero sucio y profano trota a tumbos comprando todo lo que huela a recato. Se envalentona en su andanza pisando con desprecio el sacrificio y la honradez. Se mofa ostentosamente de la miseria, juega caprichosamente con la moral y hace invulnerables a los poderosos.
Hemos pecado por omisión social, ausentándonos de nuestras realidades y huyéndoles a los gritos de nuestra vergüenza. Respetamos a los corruptos, exaltamos a los ladrones y glorificamos a los mediocres. Le damos eco a la vocinglería fanfarrona del servilismo y adulamos a los triunfadores del timo. Lo peor es que celebramos la fiesta de nuestra ruina con el dispendio de lo que nos falta sin pensar en el mañana. Nos estamos comiendo el futuro de un bocado con las garras de la codicia más miserable. Pero no hay piel que sude, corazón que lata ni semblante que se inmute. Nos han anestesiado el alma. Esa sociedad dormida se acomoda en su desgano pretendiendo eludir así el compromiso del cambio.
Bajo la sombra de ese cielo plomizo crece una generación de dominicanos que apenas recogerá migajas de lo que hoy derrochamos de forma brutalmente irresponsable y fríamente indolente. Entonces anochecerá para lamentar o llorar, no por lo que hicimos, sino por lo que dejamos. Esa desidia es más dañina que el caos; en la anarquía las fuerzas sociales se recomponen; en la dejadez, se aniquilan.
Precisamos de un shock que nos sacuda para al menos reconocernos. Imploremos a Dios que sea inducido y no espontáneo, porque si el ímpetu social se esparce a su capricho no habrá razón que imponga contención a su bárbara expresión de encono.
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