Los tabúes dominicanos, nacidos, en buena parte, de las privaciones libertarias de eras oscuras, crearon fantasías populares que con el tiempo se acuñaron como aforismos cotidianos. Hoy perviven aleccionando nuestras duras experiencias.
La riqueza de esos proverbios no solo se descubre en su raigambre popular, sino en el carácter sapiensal de sus sentencias. Concentran, en breves alocuciones, la sabiduría decantada en vivencias ancestrales y en la tradición oral.
Con el sazonado tema de la supresión del párrafo tercero del artículo 85 del Código Procesal Penal se han revelado los intereses en juego o, apelando al adagio popular, cada quien “ha enseñado los refajos”. Y la primera de esas revelaciones fue la intención de pasar como polizonte una modificación que se sabía era controversial – “Te conozco bacalao aunque venga disfrazado”.
Pero, con aquello de que “no hay nada oculto entre cielo y tierra”, el solapado designio quedó al descubierto, validándose así el añejo dicho de que “el lobo aunque se vista de oveja, lobo se queda”. Puestas las cartas sobre la mesa, asomaron por fin las caras de los titiriteros: coincidencialmente exfuncionarios en sospecha pública. Deciden entonces hablar resueltamente, convencidos de que “muerto que no hace ruido, más grande son sus penas”.
Se desatan euforias dormidas con la puesta en escena de la cortesanía académica de los intereses enfrentados. La prensa se colma de apologías y exégesis legales en pro y en contra. Escriben las plumas glorificadas por nuestras palideces y otras más debutantes que, de cara al 2016, se “ponen donde el capitán los vea” y, claro, los opinadores profesionales del estatus quo, a quienes les viene muy bien una lección que su soberbia jamás les ayudará a aprender: “el sanconcho que no vas a comer, déjalo al menos hervir”. Otros, más pusilánimes –o camaleónicos– evaden el tema cobijándose en desaciertos de la reforma supuestamente obviados por el “populismo legal”.
El problema esencial del tema no es jurídico; es político. No es su legalidad, sino su legitimidad. Mientras la defensa mayoritaria de la reforma o de la inconstitucionalidad del párrafo tercero del artículo 85 del Código Procesal Penal provenga “precisamente” de latitudes políticas vulnerables a la denuncia o querella –¿quién sabe ya?– por corrupción, se legitimará por siempre la sospecha de la reforma, por aquello de que “no se puede mencionar la soga delante del ahorcado” o “que el cuerpo grita lo que la boca calla”.
Seamos francos, las teorías jurídicas puras ayudan poco a asear el tufillo político de este guisado. Más después que el presidente de la República, ensoberbecido con el 90 % de popularidad –convertido en dogma por afirmarlo una fuente extranjera, sin que se sepa sobre qué base– decide eludir, como Pilato, el tema, tirándole “la pelota caliente” al Tribunal Constitucional. Esta salida, más oportunista que jurídica, confirma inequívocamente la intención política de la decisión, más cuando los callados diputados se rasgan ahora las vestiduras por haber pasado la reforma en circunstancias poco ortodoxas –o al dominican style–. Vuelve un tema político al escrutinio “jurídico” del Tribunal Constitucional.
Bien pudo el presidente observar la reforma y proponer sus cambios en el ejercicio simple de sus atribuciones constitucionales sin ninguna reserva. La intervención del Tribunal Constitucional en este affaire es jurídicamente ociosa. Fue una forma elegante de legitimar el lavatorio de las manos presidenciales. Ahora el Tribunal Constitucional, con su teocrática decisión, decidirá la suerte de ciertos intereses que le pusieron nombres propios a su alta y diversa membresía. Una prueba dura a su lealtad política. Sea lo que decida, el presidente Medina quedará liberado de sospecha con la tea de la popularidad histórica en sus manos y el Tribunal Constitucional en el patíbulo. Esta situación le provocará al alto tribunal sortear el dilema pronunciando un fallo basado en el “ni sí ni no, sino todo lo contrario” para quedar “bien con Dios y el diablo”. Ojalá esta oportunidad, absolutamente circunstancial, les permita a sus jueces rendir una decisión de trascendencia y permanencia, más para fortalecer el estado de Derecho que para recuperar créditos perdidos. “¡Dios nos agarre confesados!”.
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