Hasta que el Tribunal Constitucional lo revelara, ignoraba que la nacionalidad dominicana conservara algún valor.
Esa bendita sentencia le puso precio a una nacionalidad de muy baja estima aun para sus ciudadanos; tanto que ya entramos en la categoría de Estados xenófobos y racistas del mundo. Pensaba que esos atributos le eran imputables a naciones ricas. Estoy resuelto a abandonar mis complejos y a ostentar sin titubeos el pasaporte que antes metía en los recodos más guardados de la vergüenza.
Esta virtuosa sentencia ha desempolvado un desvencijado patriotismo que ya convoca, en nombre de una “soberanía” ilusa, a un escuadrón de furibundos defensores. Pero también ha volcado medio mundo hacia este punto insular para reclamarle al Estado la nacionalidad “arrebatada” a muchos que despertaron apátridas de sus camas y tumbas.
La nacionalidad dominicana vale oro después de siglos en el mercado de la bagatela, gracias a la soberana decisión de estos ilustres letrados. Llegó el momento de venderla, inmejorable decisión financiera. Por encima de los patrioteros, del Tea Party, del Opus Dei, del Cardenal, de Martelly, del CARICOM, de la ONU y de la Comisión de Derechos Humanos, la vendo. La ofrezco a buen precio para aquellos despojados que quieren evitarse el trance de la “regularización” de la Junta Central Electoral.
Que no vengan con sensiblerías patrióticas, increpaciones civilistas ni bochornos moralistas. La vendo porque la vendo. Aun más dignamente que aquellos buenos dominicanos que la remataron a precio de fraude para abultar votos con olor haitiano o para importar mano de obra vil en confinamientos esclavistas azucareros, o los que con su indulgencia, complicidad o corrupción prostituyeron históricamente la solemnidad del registro civil para validar trampas, fraudes y fullerías.
¿Hasta dónde llega la responsabilidad de un Estado institucionalmente malogrado y con una política migratoria débil, vulnerable e indulgente para, en nombre de su “soberanía”, revertir una situación centenaria parida, en parte, de sus propias quiebras? ¿Cómo legitimar su falta? En ese contexto hasta al Estado habría que privarle de la nacionalidad dominicana. ¿Puede el derecho imponerse a la justicia o la condición política a la humana? Ese pasivo social debe cargarlo el Estado dominicano, dimensión fríamente soslayada por una sentencia abstracta e insensible.
Hoy la nación está dividida en dos bandos, los patriotas y los entreguistas. En medio de ellos un aluvión de constitucionalistas empíricos defecando las teorías más correteadas de las vísceras intestinales. Mientras ese debate agota sus contadas novedades, oferto al pregón mi dominicanidad a cualquier haitiano a quien le vendieron la ilusión de ser dominicano. Y yo no estafo.
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