Hace algunos días un noticiero televisivo destacaba como noticia que el presidente de la Asociación de Bancos Comerciales de la República Dominicana, al salir del Congreso Nacional, abordó un taxi.
La nota tributaba honores patrios al empresario por esta inusitada expresión de humildad. Nuestro asombro fue el asombro de la noticia.
En un instante, mi imaginación ya rodaba por Park Avenue, New York; poblada, como hormiguero, por un tumultuoso tránsito de taxis que trasladan, como cotidianidad barata, una buena parte del PIB mundial. Magnates anónimos, hombres de poder y genios de las finanzas devoran con avidez un hot dog en cualquier calle del bajo Manhattan sin reparar en la mancha de salsa que, escurridiza, estampa sus huellas en la fina chaqueta Hugo Boss.
Tenemos un serio problema de identidad perdida. Una sociedad ostentosa se resiste a reconocer sus miserias. Las apariencias mercadológicas disimulan muy bien nuestras carencias embriagando de ilusiones los estilos de vida de las clases sociales medias y altas, donde se supone debe residir la médula de nuestra conciencia social y la esperanza de trasformaciones trascendentes.
En los tiempos del fermento revolucionario y la idealización de las rebeldes montañas, miles de jóvenes abandonaron oportunidades de riqueza para perseguir provocadoras ideas de cambios que terminaron aniquilando sus vidas y memoria. El elitismo se acrisolaba entonces en la formación intelectual y el compromiso social. Tiempo perdido… quizás. No hubo un perdurable legado de valores de esas truncadas generaciones.
Hoy, el buen abogado es el que exhibe el vehículo de marca, la más moderna instalación o el que puede darle apellidos a sus archivos. El médico más prestigioso es el que preside el club de golf más selecto. La arquitecta más aclamada es la que paga más apariciones en la crónica rosa. Eso es mediocridad y está impidiendo la apertura a nuevas visiones. Esa mediocridad es la que valida un statu quo profesional y empresarial de pura imagen y poca o ninguna sustancia, la que acredita el éxito en la fama y no en el talento, en el apellido y no en el sacrificio.
El elitismo fashion de hoy no tiene capacidad renovadora; es amante de los protagonismos sociales, narcisista y petulante. Es el que convierte las tribunas cívicas en pasarelas, las armas en cámaras y los discursos en dividendos. Es oportunista, fachoso e insulso. Se aposenta no en la academia sino en las recepciones. Se legitima criticando a la clase política sin proponer ni hacer nada distinto. Es el verdugo de la corrupción pública con el látigo de la evasión fiscal. Pide transparencia al gobierno mientras no abre sus libros contables. Reclama cambios de rumbos desde su inmovilidad y habla en nombre de un pueblo que no conoce. En fin, se queja del afrentoso transporte público pero nunca se ha montado en un concho.
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