Al día siguiente de vencido el plazo para la regularización, la prensa reportaba estampas poco usuales de familias haitianas abandonando voluntariamente el territorio dominicano. Las plazas y centros de comercio menudo de haitianos lucían desolados.
El Estado dominicano está compelido a ejercer su soberano derecho a deportar. Las deportaciones suponen programas con presupuestos, organización, personal especializado, logística, registros, softwares y plataformas informáticas sofisticadas (como el E-Verify en Estados Unidos), así como centros de control y detenciones, más todos los servicios asociados. ¿Cuenta el país con esos medios? Estados Unidos, líder mundial en deportaciones, invierte anualmente 2,600 millones de dólares en estos programas, de los cuales 362 son destinados a tecnología y vigilancia fronteriza, 229 a traslados de indocumentados, 1,800 a subcontrataciones de centros privados de detenciones y 124 a la ampliación del programa E-Verify. Si bien en la República Dominicana los costos por estas facilidades y servicios pueden ser descomunalmente inferiores, hay que guardar la prudencia de las proporciones, sobre todo si se consideran las fragilidades ancestrales de nuestra abandonada soberanía fronteriza.
Sin una frontera segura las deportaciones serán espectáculos y los discursos, desahogos. Nuestra inversa mentalidad planificadora nos ha empujado a legislar sin considerar antes las implicaciones presupuestarias que suponen la ejecución y el sostenimiento de una reforma de este alcance. Un programa de deportaciones con las actuales estructuras operativas es un fracaso anticipado. Lo único que va a crear es un nuevo comercio informal, corrompido y clandestino, manejado por el Ejército Nacional, las agencias de control y vigilancia fronteriza así como por el nuevo “coyotaje” dominicano. Es una lógica del mercado que cuando se limita la oferta y crece la demanda se aumenta el precio. El recrudecimiento de las políticas migratorias hará encarecer los pagos por acceso, tráfico y mantenimiento del indocumentado en el país y la creación de redes mafiosas de extorsión, más en un país que no ha tenido ni autoridad ni experiencia relevante en protección fronteriza. Los haitianos podrán esconderse, tomarse unas “vacaciones” en su país, pero volverán. La tasa de retorno del indocumentado es alta. Basta considerar que el total de dinero remesado a Haití por sus nacionales desde la República Dominicana es de cerca de mil millones de dólares al año. Eso revela el arraigo económico de esa comunidad en el país, que según cifras oficiosas aporta el cerca del 6 % del producto interno bruto (PIB) nacional.
Me provoca risa la esterilidad retórica sobre el tema; sin embargo, mientras entre los dominicanos nos desgarramos la piel en discusiones prejuiciosas y descalificaciones, tenemos una realidad que se burla sordamente de nuestra insensatez: una frontera vulnerable, un Estado incapaz de asumir responsabilidades y una reforma migratoria saboteada por los intereses políticos. Al final, el costo de este embrollo se transferirá al haitiano inmigrante ilegal que tendrá que someterse a la verdadera y onerosa regularización: la que impone el precio de permanecer en el país en provecho de una nueva mafia.
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