Las percepciones son interpretaciones de la realidad a partir de determinados condicionamientos.
Los medios de masa, en sociedades con bajos niveles de valoración autocrítica, tienen capacidades inconmensurables para fabricar percepciones o crear realidades virtuales. El acceso a diversas fuentes de información le ha permitido al ciudadano generar lecturas propias de la realidad y hasta descubrir los intereses resguardados en las estrategias mediáticas. El dominicano promedio conoce quiénes controlan a los medios. Esa posibilidad se facilita aún más cuando existe, como en nuestro caso, una alta concentración en pocas manos. Por más sutiles, subliminales y aparentemente invisibles que sean los hilos que conectan la información con los intereses de quienes detentan los medios, existe la capacidad, en la base social, para reconocerlos. Pasaron esos tiempos en los que la opinión de la prensa era palabra de Dios. Habitamos en una vecindad de intereses muy pequeña.
El derecho a una información objetiva y veraz en la República Dominicana atraviesa por uno de sus momentos más calladamente tormentosos. Grupos económicos y políticos manejan la información a su antojo. Antes de salir, el hecho informativo pasa por filtros muy finos de disección y selección estratégica. Muchos de esos grupos corporativos participan activamente en contrataciones con el Estado; otros son concesionarios de servicios públicos estratégicos y todos intervienen como agentes en un mercado que se supone estar regido por reglas de competencia leal. Esa realidad sojuzga severamente la información e impone la autocensura como norma tácita del ejercicio informativo.
Hay diarios cuyo contenido refleja las cuotas accionarias de las empresas controlantes. Esos medios de expresión concertada o repartida han perdido lectoría e incidencia. De líderes en el mercado han pasado a ser diarios de elites. La gente común ya tiene conciencia y discierne.
Antes, el problema era de expresión, ahora es de autocensura. Las trabas a la libertad la imponían el gatillo o las agencias de seguridad del Estado; hoy, la conveniencia del mercado o los compromisos con el Gobierno. La misma peste con distinta etiqueta. El control de la libertad de prensa e información es vertical, privado y absoluto como el derecho de propiedad. Quien escribe en un medio debe conocer las colindancias de intereses de sus dueños, sus relaciones sociales, comerciales, políticas y religiosas, así como sus ocios, hábitos de consumo y hasta sus preferencias sexuales. Eso confina al comunicador a un temario de liviandades y abstracciones incoloras, inodoras e insípidas y castra su responsabilidad social.
Cada medio le pone sus gafas a la misma información. Ese condicionamiento obliga al lector o consumidor a hacerse un aprendiz de brujo o clarividente para poder auscultar el interés subyacente en la información sesgada. Eso es secuestrar la verdad, deformar la comunicación y robarle su misión trascendente.
Tenemos derecho a la verdad.
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