Siempre me cosquilleaba la morbosa inquietud de saber qué pensaba un peledeísta de otro.
Aproveché dos circunstancias concurrentes: la dilución de la disciplina draconiana de los viejos tiempos (que obligaba a lavar los trapos sucios en los órganos del partido) y las distancias patrimoniales entre compañeros de la misma organización.
Escogí selectivamente las muestras de la comparación, cuidando celosamente que los compañeros compartieran edad y rango partidarios y que sus puestos en el gobierno fueran equiparables pero con diferencias presupuestarias. Descubrí, en el experimento, las mudas tensiones que prevalecen entre los compañeros y la competencia que se agita entre ellos por los logros de su “carrera política”.
Las revelaciones de los compañeros sobre la vida de otros fueron sobrecogedoras, y no porque evidenciaran las íntimas crispaciones en las relaciones partidarias, sino por las verdades desarropadas en las confesiones.
Para empezar, “descubrí” que en la estructura del partido prevalece un “supracomesolismo” (el término es prestado) consentido y defendido por la devoción partidaria, y conformado por el núcleo duro de la organización: el Comité Político. Quien llega a esa divina instancia se hace acreedor de todos los privilegios. Muchos saben que entre sus miembros se cuentan personas que en el pasado ideológico tenían oficios menudos y estancadas carreras profesionales por dedicarse a la “política”; ya en el poder, esa espera, decantada y estoica, fue suficiente para gratificarle con un presente opulento. Todos son empresarios exitosos. Un “amigo” de uno de los miembros del Comité Político me confirmó que solo entre dos de su matrícula se reunía fácilmente cinco mil doscientos millones de pesos en patrimonio. Esa información me fue consistentemente corroborada en otras consultas. Entre los dueños del Comité Político existe una solidaridad implícita de protección y confidencialidad, aunque las murmuraciones formen parte de su rutina. Sobre todo cuando, en conversaciones coloquiales licuadas en vino, se deslizan estropajosamente cifras, gustos y compras indecorosas para sueldos de 100 mil pesos.
Los más temidos son los que le hacen el círculo íntimo al presidente del partido. A esos se les respeta aunque escasamente se les defiende porque, por más malabares y sortilegios que se haga, las cuentas nunca cuadran y se tiene el temor de que detrás de sus nombres haya intereses sagrados prestados. Cuando esos llegan, la vida se suspende y los ojos hablan.
Pero los más repulsivos son los que aterrizaron en el partido a través de sectores externos y cuya confianza con el líder les permite arrogarse los primeros asientos en las reuniones partidarias. Esos son tan ostentosos como usurpadores de méritos. Por más arrojos que hagan para parecerse a los peledeístas históricos nada les luce ni les sale bien; para eso necesitan el rancio grajito a izquierdismo que su reciente militancia le ha negado.
Pero los más humillados han sido los danilistas. Esos son los pobres. Uno de los confesados me reveló que en el pasado la lealtad de ellos al hoy presidente se medía por sus apuros económicos; ahora ocupan los despachos añorados y ya a ciertos puritanos (o pendejos) les preocupa que algunos de ellos se estén acostumbrando con atrevida facilidad.
Por otro lado, están los jóvenes consentidos del presidente del partido; esos muchachos que se esfuerzan por parecerse a Leonel hasta en sus gestos más recogidos. Son la proyección de su ego y el tributo más vívido a su personalidad. Aunque sus capacidades no rocen las del líder, disfrutan desde ya la bonanza de su cobijo, tanto que su piel facial perdió el horneado barrial y el ancho cuello se acomodó a las corbatas Hugo Boss. ¡Ay, profesor!
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