En democracias infuncionales la ley es una esclava del discurso del poder.
Las insuficiencias del Estado para responder eficientemente a las demandas sociales se suplen con propuestas regulatorias. A la postre, las leyes se amontonan y los problemas llamados a regular se complican. Se recuerda en el pasado la expresión de un candidato presidencial que prometió combatir la pobreza a través de una ley.
El Congreso Nacional no cuenta con una unidad de análisis que organice ni sistematice nuestro acervo legal para determinar sus contradicciones, superposiciones o duplicidades como parte del examen previo de los proyectos que les son sometidos. El ordenamiento legal construido sobre ese desbarajuste es disperso, anárquico e incoherente, lo que explica la desorganización burocrática de un Estado inmenso con instituciones fallidas, repetidas e inorgánicas cuya vigencia solo sirve para justificar nóminas clientelistas.
Es penoso admitir que funciones inherentes a un parlamento, como velar por una gestión legislativa racional, se suplanten por actividades extrañas a su competencia constitucional como lo es el asistencialismo social con marca política, una de sus más groseras distorsiones.
Otro aspecto crítico es la educación legislativa. La formación de nuestros legisladores es empírica. Debiera existir un instituto de formación continua que les facilite cierta preparación en técnica legislativa, cultura parlamentaria, redacción de leyes, ética pública, entre otras materias.
El servicio público del legislador es uno de los más caros pero menos retributivo para el país en términos de calidad, trabajo y eficiencia. La mayoría de los proyectos de leyes sustantivas son redactados por organismos internacionales, entidades oficiales y fundaciones privadas. Proyectos de envergadura suelen festinarse con una destemplanza asombrosa; otros son engavetados por la dejadez, la holganza o la falta de interés político.
Precisamos de un cambio en el Congreso para bien tanto de los legisladores como del país.
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