Cada vez que se promueve alguna política pública con cierto impacto en sectores económicos se suele invocar la excusa de la competitividad.
Esos mismos intereses son los que apelan a ella para justificar incentivos fiscales, reformas a leyes laborales y para aplazar, por acción o dejadez, normas antimonópolicas o de sana competencia comercial.
El manido pretexto de la “pérdida de la competitividad” forma parte de la confitería terminológica en los clásicos discursos de nuestros foros empresariales. Son tan manoseadas estas apelaciones, que la población más llana, aun desconectada de sus intereses, la repite con igual inconciencia. Este ejercicio retórico es tan mecánico que quienes no lo apadrinan son vistos con “sospecha ideológica”. Por eso en campaña electoral los políticos se afanan por memorizar “el catecismo de la competitividad” para congraciarse y arrancar aplausos de las organizaciones empresariales.
Hace falta creatividad en el lenguaje político de nuestros empresarios, pero también coherencia. Hacer comparaciones con mercados de la región sobre índices de competitividad, facilitación de negocios, empleo, leyes de inversión y normas laborales es absolutamente racional, pero pierde legitimidad cuando se utilizan o manipulan para condicionar, atar, bloquear o subvertir políticas públicas, especialmente de inspiración y contenido social. Nos gustaría que, con igual vehemencia, ese sector organizado muestre comparaciones regionales sobre asuntos tan interesantes como monopolios, apertura de mercado, prácticas de comercio, concertación de precios, transparencia corporativa, responsabilidad social empresarial o sobre regulaciones en temas como reestructuración mercantil, organización del comercio o transparencia en las contrataciones mercantiles.
Ahora se pone en agenda la reforma del Código de Trabajo, la más joven de nuestras leyes codificadas, la cual, pese a llevar tatuado el estigma del trujillismo –como recurso retórico de sus detractores– sigue siendo una legislación estándar dentro de las corrientes reguladoras continentales. Entre las razones enarboladas por la cúpula empresarial no ha faltado la famosa “competitividad” y “la traba a la inversión”. Sin embargo, el código que organiza ese sector –el de Comercio– data de 1807, concebido para una economía agraria, cooperativa y feudal. ¿Y entonces?
Es que en este país existe la viciosa tendencia de arreglar lo que funciona y dejar lo que no, porque la agenda de regulación es más táctica que estratégica y, lo peor, en manos de organizaciones privadas eufemísticamente no lucrativas pero que actúan como agentes de intereses nacionales y extranjeros.
La verdadera traba a la inversión reside en la insolvencia institucional del país y no precisamente por falta de leyes, sino, muchas veces, por la discreción concertada de poderes informales con una autoridad pública autocrática y sumisa a sus intereses. ¿Quién se atreve a importar mercancías que compitan con las de un oligopolio? ¿Quién rompe los rígidos esquemas de concentración de ciertos mercados protegidos? ¿Quién puede irrespetar con la competencia a familias empresariales de marca social?
Conocemos casos de empresarios nacionales y extranjeros, quienes, presumiendo seguridad jurídica e igualdad de oportunidades, han salido despavoridos, frustrados o quebrados cuando, por competir con los “grandes” operadores, las agencias del Gobierno les han caído encima hasta avasallarlos. Eso sí es una funesta traba a la competitividad. La moral empresarial carga con la misma doblez que la pública, pero con menos resonancia porque sus medios muestran a esta sociedad, críticamente analfabeta, solo un lado de la moneda. Esa moneda que justifica la iniquidad económica que disimula la cursilería de la competitividad.
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