Me indigna la manera tan irresponsable como se juzga a la Policía Nacional.
Cotidianamente se escuchan los improperios más desdeñosos, injuriantes y mordaces en su contra. Las calificaciones suelen ser genéricas, irreflexivas y prejuiciosas. Conservar moral para tolerar tantos denuestos evidencia alguna dignidad en sus filas.
Aunque disienta de todo el que opina sobre este tema y me exponga al linchamiento público, proclamo sin sonrojo mi honor a la Policía Nacional, la mejor del mundo.
El policía dominicano gana menos que un mensajero de un banco y se acomoda a ese jornal sin quejas ni resabios. Su servicio no tiene hora, reparos ni circunstancias. ¿Dónde encontrar a un policía chofer, mensajero, jardinero, guardia privado, conserje, recepcionista, sirviente, proxeneta y confidente? ¿En qué lugar del mundo un funcionario, un exoficial o un empresario tienen a su servicio personal uno o más policías? Al policía promedio dominicano, analfabeto casi por definición, se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido rebasar las marañas de los arrabales para aceptar, más por subsistencia que por vocación, un oficio socialmente despreciado. Ese mismo policía, parido y criado en los nichos de la delincuencia, es el que, por deber, la tiene que combatir sin excesos y con prudencia, según los estándares y garantías del Primer Mundo.
¿Cuantos dólares exigirían nuestros genios de la opinión para hacer el trabajo de un policía por un día? Salir a la calle polvorienta y oscura, nublada de miedo y muerte, sin más pertrecho que el coraje y un arma; o enfrentar, con la rabia del hambre y el rigor del sol, las hordas del crimen para luego ser expulsado deshonrosamente por cualquier desliz.
Desde su fundación, la Policía Nacional nunca ha hecho un paro, una huelga ni una protesta por su dignidad, derechos ejercidos rutinariamente aun en latitudes con más bajos niveles institucionales.
¿Cuántos recursos se derrochan sin control ni conciencia en obras y proyectos inorgánicos mientras las reformas que precisan las instituciones básicas languidecen en la desidia? ¿Cuántas dependencias infuncionales cuentan con presupuestos desproporcionados frente a otras, como la Policía Nacional, que se quiebra, en medio de la inseguridad que nos arropa?
El sueño de los diez millones de turistas, los frutos del 4 % del PIB para la educación y la aspiración del crecimiento de la inversión extranjera, quedarán truncos si no cuidamos la seguridad ciudadana. En ese propósito, la atención a la Policía Nacional se erige como prioridad inaplazable del Estado. No debemos esperar milagros; hay que contar con esa policía: la que hoy nos avergüenza, la que precariamente nos protege, la que nos atemoriza y la que ha convertido su supervivencia en una callada proeza. Mientras tanto, ayudemos a esa policía a expresarse y a exigir lo que la insensibilidad política le ha negado. Sin orden no hay seguridad y la policía es la garantía ciudadana de ese orden, por más teorías que importemos y académicos que nos distraigan.
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